sábado, 20 de febrero de 2021

Capítulo 47: Los grupos tres y cuatro

 Marinus I se encontraba en el comedor, revisando una serie de documentos mientras tomaba un ligero aperitivo recién traído por sus sirvientes.

 

En la misma sala, le acompañaban sus soldados así como los dos grupos de Pacificadores que se habían quedado en el castillo. Era un hecho que todavía desconfiaba de sus intenciones, por lo que ni Claude ni Enam, líderes de los allí presentes guerreros al servicio de Hana y Thyra, se extrañaron de las miradas que, de vez en cuando, les dedicaban el resto de guardas.

 

En ese momento, uno de ellos irrumpió en la sala dando un portazo.

-¡Nos atacan! –exclamó, deteniéndose unos segundos para coger aliento, al mismo tiempo que sus compañeros se ponían tensos y el duque derramaba, debido al susto, parte de su bebida sobre los documentos- ¡Nos atacan! –repitió.

-¡¿Cómo?! –se escandalizó Marinus, levantándose de su silla- ¡¿Qué ha pasado?!

-¡No estoy seguro, señor! ¡Ha habido una explosión cerca de la plaza, en la zona centro de la ciudad! ¡Después de eso, también se ha visto humo en otras áreas! –explicó el soldado.

-¡¿Sabéis quién ha sido?! –preguntó el duque.

-No, señor, pero... –sin llegar a terminar la frase, el recién llegado miró a los Pacificadores, dando a entender lo que pensaba.

-Demonios... –dejó escapar Marinus, bajando la mirada-. Así que han llegado al límite –murmuró, recordando la reunión que tuvo con Hana y Thyra.

-¡¿Cuáles son sus órdenes, señor?! ¡Es posible que sólo con los soldados de la ciudad no podamos vencerles! –indicó el soldado.

-Dudo que se limiten a la ciudad –intervino Leonardo, quien había estado todo el tiempo al lado del gobernante, escuchando la conversación-. Estoy seguro de que vendrán hacia aquí. No podemos dejar el castillo desprotegido.

-Si me lo permitís –dijo, de repente, Claude, atrayendo las miradas de todos-, os recuerdo que nosotros también podemos luchar. Nos encargaremos de los que vengan mientras sus soldados ayudan en la ciudad.

-¡¿Vosotros?! ¡Sólo sois diez! ¡Y odio admitirlo, pero sin esos grilletes son más poderosos que nuestras tropas! ¡Aunque tengamos armas para enfrentarnos a ellos, necesitamos ventaja numérica! –aclaró Marinus.

-Puede que seamos pocos, pero le aseguro que necesitaría al menos a veinte de sus hombres para vencer a uno de nosotros –aseguró Claude, sonriendo con arrogancia, lo que despertó la ira del resto de soldados- Así pues, lo que usted ordene –sentenció, dejando en manos del dirigente el cómo proceder.

 

De esa forma, el grupo del que Claude era líder se dirigió a la entrada principal, mientras los soldados del castillo tomaban la salida de emergencia, ideada para evacuar al duque en caso de asedio, hasta llegar a un bosque cercano, a partir de donde irían a la ciudad.

 

Por otro lado, el grupo liderado por Enam había decidido quedarse junto a Marinus y el resto de sirvientes no combatientes, como última línea de defensa.

 

Así pues, frente a los demonios que pretendían atravesar el portón del castillo, Claude y sus cuatro compañeros hicieron gala de sus habilidades, noqueando a algunos de ellos y deteniendo su avance.

-¡¿Y bien?! ¡¿A qué esperáis?! –preguntó el líder de grupo con tono burlón y provocativo- ¡El duque está dentro, sólo tenéis que matarnos para llegar hasta él!

 

Sin intención de consentir la actitud del joven, varios encapuchados prepararon bolas de fuego con intención de lanzarlas contra él. En ese instante, Claude sacó del interior de dos pequeños carcajes atados a su cintura, una serie de agujas finas y alargadas que lanzó con precisión milimétrica a sus cuellos, dejándolos inconscientes en el acto.

 

Otros tres, situados justo detrás de los recién caídos, sí que llegaron a formar proyectiles en sus manos, arrojándoselos sin vacilar.

-¡Lys! ¡Maik! –exclamó Claude poco antes de que un hombre de unos treinta y pocos, pelo negro y corto, alto, musculoso, de labios grandes, barbilla prominente y expresión fría; y una mujer de poco más de veinte, pelo negro y largo hasta los hombros, estatura media, musculosa, frente ancha y piel pálida; se interpusiesen en la trayectoria del fuego, enarbolando grandes escudos.

 

Sus movimientos estaban muy coordinados, como si no fuese la primera vez que luchaban juntos. De hecho, por lo que se sabía de ellos, ya habían estado al servicio del ejército francés, destacando por sus hazañas y su manera de combatir, en la que empleaban artes marciales combinándolas con la defensa de sus escudos.

 

Avanzando hacia los encapuchados, Lys y Maik recibieron otra oleada de bolas de fuego, esta vez directamente hacia ellos. Sin embargo, la barrera que habían formado, situándose uno al lado del otro, no permitió el paso de las llamas.

 

Entonces, girando sus escudos en sentido horizontal, golpearon las piernas de los demonios, derribándolos, y noqueándolos una vez en el suelo.

 

Tras esto, el grupo liderado por Claude continuó su avance hasta reunirse con el resto de soldados, quienes continuaban su lucha contra los demonios, teniendo la derrota casi asimilada.

 

Allí, Claude ordenó a Einar, un joven arquero norteño, de barba prominente y una trenza como única cabellera; que le ayudase a cubrir, desde la retaguardia, a Bera, una chica rubia, con marcas azules en sus mejillas que, girando sus dos hachas de mano, se movió con rapidez hacia el enemigo y comenzó a reducir su número.

 

Al mismo tiempo, Lys y Maik buscaron y utilizaron varios de los escombros y trozos de metal que habían quedado esparcidos por el suelo tras la explosión del portón, para intentar tapar la entrada, o al menos dificultar el paso lo máximo posible.

 

Continuando con aquella táctica, el número de encapuchados fue disminuyendo poco a poco ante la rabia e impotencia de éstos.

-¡¿De dónde han salido esos?! –preguntó uno de los encapuchados.

-¡Debe de ser la guardia de Hana! –respondió otro- ¡Nos avisaron de que tuviésemos cuidado con ellos!

-¡A este paso, no lo conseguiremos!

-¡No te preocupes, mientras no descubran al otro grupo, todo irá bien!

 

Por otro lado, cerca de la salida de emergencia por la que los soldados de Nápoles acababan de abandonar el castillo, un grupo de demonios, oculto entre los árboles, se mantuvo a la espera hasta quedarse solo.

 

Tras esto, salieron de su escondite y se acercaron al portón de entrada, donde situaron unos papeles, iguales a los que ya habían utilizado sus compañeros en la entrada principal, para hacer estallar el grueso metal y colarse dentro.

 

Allí, atravesaron un pasillo subterráneo de paredes y techo de piedra, hasta llegar a unas escaleras que les llevarían directamente a los aposentos del duque. Si todo iba según sus planes, Marinus se encontraría desprotegido, quizá acompañado de algunos guardias y sirvientes, pero nada a lo que no pudiesen hacer frente.

 

Así pues, levantaron una trampilla hecha de cadenas y roca, y se introdujeron en la habitación, ligeramente iluminada por la luz que entraba por la ventana, en parte cubierta por las cortinas.

 

Uno de los demonios, el que iba al frente, fue el primero en entrar, vigilar sus alrededores y dar luz verde para que el resto hiciese lo mismo. Sin embargo, todos se extrañaron al encontrarse la habitación vacía, por lo que, cautelosamente, decidieron salir a explorar.

 

El castillo era gigantesco, así que optaron por separarse para cubrir más terreno. Por desgracia para ellos, fue una vez tomada esa decisión cuando cayeron en las garras del enemigo. El grupo era ya pequeño de por sí, por lo que al dividirse redujeron aún más su número, pero ese no era el único problema, ya que, pese a que tenían información sobre el castillo, no lo conocían tan bien como quienes llevaban viviendo allí desde siempre.

 

Fue así como uno de los equipos, compuesto por unos cinco encapuchados, llegaron hasta el comedor, vacío. En ningún momento se habían topado con nadie, ni un alma, lo que les pareció imposible, pues se habían asegurado de que sólo los soldados utilizasen la salida de emergencia.

 

Entonces, escucharon un ruido de pasos, obligándoles a alzar la guardia y generar bolas de fuego en sus manos para lanzárselas al primer enemigo que se les cruzase, pero cuando se giraron hacia el foco del sonido, no vieron a nadie.

 

Lo siguiente que escucharon fue el grito de uno de ellos, percatándose instantes después que éste había desaparecido.

-¡¿Qué está pasando?! –exclamó uno de los encapuchados, con voz temblorosa, mirando de un lado a otro.

-¡Mantened la calma! ¡Es una emboscada, pero mientras nos cubramos las espaldas, podremos contraatacar! –declaró otro, mostrándose optimista.

 

En ese momento, una pelota de color negro y aspecto pesado, botó en su dirección, como surgida de la nada, deteniéndose junto a sus pies. Cuando quisieron darse cuenta, ya era tarde. El humo de lo que había resultado ser una bomba, les nubló la vista e irritó sus vías respiratorias, incapacitándoles durante el tiempo justo para que dos de los Pacificadores se acercasen a ellos y los dejasen inconscientes.

 

Una vez disipada la humareda, tan sólo quedaron en pie Mei, una joven asiática de pelo negro y recogido en una coleta, complexión delgada y menuda, ojos rasgados con pequeñas marcas rojas a los lados y cuerpo flexible; y Xareni, una mujer unos años mayor que la primera, de piel morena y cabello del mismo color (a excepción de algunos mechones plateados), alta, de ojos pequeños y pómulos ligeramente anchos, ahora apenas visibles, debido a que estaban cubiertos por un pañuelo que le permitía moverse entre el humo sin respirarlo.

 

Las dos llevaban atadas a la cintura todo tipo de utensilios como navajas, bombas de humo y botecitos de madera, con tapones de corcho, en cuyo interior había diversas mezclas químicas.

-Atémosles y encerrémosles en un lugar seguro –señaló Xareni mientras agarraba de los hombros a uno de ellos y comenzaba a arrastrarlo-. Espero que a los demás les vaya bien.

-¡Seguro! –respondió Mei, alegremente, imitando los movimientos de su compañera- ¡Tienen a Enam con ellos! ¡Dudo mucho que algo salga mal!

 

Al mismo tiempo, el segundo grupo de demonios acababa de llegar a una gran cocina con varias mesas de cerámica, piedra y madera, dispuesta en el centro y laterales de la sala. Sobre estas últimas, había varios armarios, colgados de las paredes, en los que se guardaban grandes cacerolas y sartenes, además de la cubertería. Y en un rincón, ocupando gran parte del mismo, un gran horno de leña.

 

Allí, por primera vez en el rato que llevaban caminando, se toparon con una persona. Un hombre corpulento, cubierto con una tela color violeta, a excepción de sus ojos, negros como el carbón, que los observaba desde el centro de la cocina, impasible.

-¡¿Quién eres?! –preguntó inmediatamente uno de los encapuchados mientras se acercaba poco a poco a él, seguido de sus compañeros.

-Me llamo Enam. ¿Puedo preguntar para qué habéis venido? –dijo con voz fría y grave, lo que les transmitió una sensación de incomodidad.

-¡Eso no te incumbe! ¡Dinos dónde está el duque o morirás aquí mismo! –amenazó el demonio, deteniéndose a un par de metros de él, tras considerarla una distancia lo suficientemente segura.

-¿Para qué le buscáis? –volvió a preguntar el hombre.

-¡Oye! ¡No tengo tiempo para tonterías! ¡Dínoslo ya! –advirtió por segunda vez el encapuchado, habiendo llegado al límite de su paciencia.

-Lo siento, pero sin saber qué queréis de él, no puedo decíroslo –contestó Enam, calmadamente.

-¡Entonces, muere! –exclamó el demonio mientras tanto él como algunos de sus compañeros, le lanzaban proyectiles.

 

Éste, apoyando su espalda sobre la mesa central, la saltó por encima hasta esconderse detrás, esquivando así el ataque.

-¡Rodeadle! –ordenó el demonio, persiguiéndole mientras sus compañeros iban en sentido contrario para emboscarle por el otro lado.

 

En ese instante, el hombre se quitó parte de la tela y desveló una cacerola en su mano izquierda y un cucharón de metal en la derecha. Acto seguido, se lanzó contra el demonio solitario, manteniéndose agachado para dificultar el contraataque, y lo derribó. Una vez encima de él, enarboló el cucharón con intención de golpearle.

-¡¿Crees que vas a hacerme algo con eso?! –se burló el demonio justo antes de que, para su sorpresa, quedase inconsciente por culpa del utensilio de cocina.

 

El resto de encapuchados lanzaron proyectiles de fuego en su dirección, pero Enam los esquivó rodando por el suelo, tras lo cual se levantó y abrió uno de los armarios. De ahí, cogió varios cubiertos, que arrojó con precisión contra sus adversarios, quienes los esquivaron, perdiéndolo de vista.

 

Durante unos instantes, el grupo se mantuvo en silencio, cubriéndose los puntos ciegos para evitar verse sorprendidos y vigilando su alrededor.

 

Entonces, varios utensilios de cocina volaron desde detrás de la mesa central, describiendo una parábola hacia ellos y haciéndoles reaccionar exageradamente, de forma que hicieron estallar la mesa en llamas al disparar bolas de fuego en su dirección.

 

Entre el fuego y el humo, emergió la figura de Enam, noqueando a dos de ellos con una sartén y agachándose poco después para evitar el ataque de otros dos. Acto seguido, soltó la sartén y agarró de los tobillos de cada uno de los que todavía quedaban en pie, desequilibrándolos y logrando que cayesen al suelo.

 

Atontados, no pudieron evitar que el Pacificador les dejase inconscientes con un sartenazo en la cabeza.

 

Así pues, una vez se hubo librado del enemigo, el hombre fue a por unos cubos de agua con los que apagar las llamas, momento en el que se dio cuenta que todavía quedaban dos encapuchados en pie, quienes, escondidos durante el combate, saltaron sobre él.

 

Sin embargo, el líder de grupo ya había pensado en esa posibilidad, habiendo dispuesto a dos miembros de su equipo para cubrirle la retaguardia.

 

Por tanto, ni se inmutó cuando el asalto quedó interrumpido por Diara y Lian, quienes los noquearon con sus mazas.

-Ayudadme a apagar el fuego –les pidió Enam, una vez se hubieron asegurado de que estaban inconscientes.

 

Apagadas las llamas, el duque Marinus I y sus sirvientes salieron de su escondite. Un almacén adyacente a la cocina, utilizado para guardar la comida del castillo, y donde podrían haber cabido perfectamente todos sus residentes.

-¿Están muertos? –preguntó, temeroso, el duque.

-No, sólo inconscientes –respondió, secamente, Enam.

-¡¿Qué?! ¡Tenéis que matarlos! ¡¿Y si despiertan?! –se escandalizó al escuchar las palabras del líder del cuarto grupo de Pacificadores.

-Pues los dejaremos K.O. de nuevo –contestó esta vez Diara, una mujer procedente del sur, de ojos grandes y marrones, pelo largo y negro recogido en un moño y brazos fuertes con los que cargaba su maza de una sola mano.

-¡¿Estás loca?! –se quejó Marinus mientras, Enam, ignorándolo, se agachaba para ver de cerca uno de los cuerpos, quitándole la capucha.

-Es... –se sorprendió el hombre, al ver el rostro de su enemigo, sin acabar la frase. Este hecho llamó la atención de los demás, quienes dirigieron la mirada al mismo punto, mostrando, la mayoría, la misma reacción que él.

-No puede ser –dijo Leonardo, llevándose las manos a la cabeza.

-¡¿Qué significa esto?! –preguntó Marinus, exaltado.

 

Lo que acababan de descubrir era el cuerpo inconsciente de un ser humano normal y corriente, sin los cuernos ni cualquier otra característica de los demonios.

 

Intrigado, Lian, le quitó la capucha a otro de ellos, sin embargo, sobre la cabeza de éste si que pudieron ver un par de pequeños cuernos.

-¿Hay humanos entre ellos? –se extrañó el joven de cabeza rapada y perilla, cuya complexión delgada generaba dudas sobre cómo era capaz de manejar la misma arma que su compañera.

-Debemos informar de esto. ¡Lian! ¡Avisa a Mei y Xareni! Mientras tanto, Diara y yo les inmovilizaremos –ordenó Enam, a lo que el joven asintió, dirigiéndose a la puerta que llevaba a los pasillos.

 

-Humanos...

Por otro lado, Claude había tenido la misma idea, descubriendo que entre las tropas que habían atacado la entrada principal, también había humanos.

 

El enemigo había sido reducido finalmente, trayendo como consecuencia las bajas de numerosos soldados. Así pues, con la intención de que la ira sus aliados no le impidiese interrogar a sus adversarios, el joven líder del tercer grupo, junto con sus compañeros, había llevado a algunos de ellos a un lugar apartado.

-¿Por qué iban unos humanos a ayudar a los demonios a atacar a otros humanos? –preguntó Einar.

-Buena pregunta, Einar. Ahí es donde probablemente se encuentre el origen de todo esto –meditó Claude.

-¿Eso creéis? –dijo una voz, de repente, provocando que todos se girasen, alzando sus armas- ¡Eh! ¡Tranquilos! Aunque quisieseis matarme no podríais.

 

Delante de ellos se encontraba un individuo vestido con una túnica blanca de forma que, al igual que a los que acababan de derrotar, le cubría la cara.

-¿Quién eres? –preguntó Claude.

-Alguien que odia a los demonios –declaró la figura, encogiéndose de hombros- Aunque he de admitir que los humanos tampoco me caen muy bien.

-¿Eres tú quien ha planeado esto?

-Para nada. Esto fue planeado por alguien mucho más poderoso. Hace ya mucho tiempo. Yo tan sólo me encargo de llevarlo a cabo.

-¿Por qué lo haces?

-Es obvio. En este mundo sólo puede haber un dios. Y ese dios sólo puede dominar a una especie.

-Así que quieres que los humanos dominen el mundo.

-No. Los humanos no. Lo humanos me dan completamente igual. Pero, si hablamos de su creador, eso ya es otra historia.

-¿Y quién es ese creador del que hablas?

-¡Oh! Todo a su debido tiempo. Quizás llegues a conocerlo muy pronto. ¿Quién sabe? Todo depende de que la encontremos.

-¿Encontrar? ¿A quién?

-A quien despertará al creador.

 

A cada palabra que decía, Claude se sentía más confuso. Lo que tenía claro, es que, fuese quien fuese, era un enemigo.

-¿Y por qué me lo cuentas? ¿Acaso no es peor para ti? –preguntó el chico.

-Que te lo cuente no cambiará el resultado. Además, será divertido ver lo que hagáis a partir de ahora –respondió aquel individuo-. De todas formas, eso ha sido todo por ahora. En otra ocasión, os contaré más. Aunque eso será si volvemos a vernos –continuó, con tono burlón-. Nos os desearé suerte, pero la necesitaréis. Hasta más ver.

-¡Eh! ¡¿Adónde crees que vas?! –gritó Einar, quien le disparó una flecha con su arco, atravesando ésta su cuerpo como si fuese aire. Tras esto, se desvaneció.

-¡¿Qué?! ¡¿Cómo ha hecho eso?!? –se preguntó el joven arquero, atónito.

-Una ilusión. O puede que una proyección –dedujo Claude.

-Claude, esto no me gusta nada –dijo Bera, a lo que el líder del grupo respondió mientras observaba cómo, a lo lejos, los disturbios de la ciudad continuaban.

-A mí tampoco...

 

Mientras tanto, en Nápoles, los grupos liderados por Alex y Thathya, o, al menos, parte de ellos, estaban escondidos detrás de la fachada de una de las casas, mientras la bestia con forma de toro trotaba por los alrededores, destruyendo lo que se ponía a su paso a la vez que les buscaba.

-¡Tenemos que hacer algo con esa cosa o va a cargarse la ciudad! –exclamó Cain.

-¡Oye, tú! –dijo Alex, golpeando en la cara a uno de los encapuchados a los que se habían enfrentado, para tratar de despertarlo. Pensando en que podría ser útil para obtener información sobre el enemigo, el hombre de pelo plateado lo había traído consigo.

 

Se trataba de un joven demonio, con un par de pequeños cuernos que apenas sobresalían de sus sienes, y que fue poco a poco recuperando la consciencia.

 

Al ver el arma que Alex había puesto en su cuello para evitar que escapase, se asustó y miró a su alrededor. Viéndose rodeado por enemigos, decidió mantenerse quieto y en silencio.

-¡Me alegra que te hayas despertado! Ahora deja que te pregunte algo. ¿Cómo podemos detener a ese demonio de ahí? –prosiguió, mientras señalaba al toro.

 

El demonio miró en la dirección señalada. Entonces, su expresión pareció encogerse por el asombro.

-¡¿Zagan?! ¡¿Qué está haciendo aquí?!

 

Su reacción también sorprendió a Alex, quien miró a sus compañeros, esperando alguna respuesta. Por desgracia, ellos estaban igual de perdidos.

-¿Qué quieres decir? –preguntó el líder del segundo grupo de los Pacificadores. El joven demonio mostró dudas de si contestar, pero, finalmente, decidió hacerlo.

-Zagan dijo que no quería participar en el ataque a Nápoles. Que los demonios esclavos podían verse envueltos. Pero el maestro Darío dijo que no había suficiente tiempo ni medios para evacuarlos y que eran un sacrificio necesario para nuestro objetivo.

-Y aun así ha acabado participando –dijo Julius-. Puede que, después de todo, no le importasen tanto los esclavos.

-No. Ese tal Zagan, lleva una cadena atada al cuello. No creo que lo esté haciendo por propia voluntad –indicó Alex.

-¡¿Insinúas que le han obligado?! ¡El maestro Darío nunca haría una cosa así! –replicó el demonio.

-¿Quién es ese tal maestro Darío del que hablas? –preguntó Alex.

-Darío Ju Ascetis. Es el líder de nuestra organización. Quien empezó todo esto.

 

Alejados de allí, Thyra y Reima, aterrizaron cerca de una cueva custodiada por varios encapuchados. Pese a que al arcángel le gustaba la idea de atacar de frente, el espadachín le recordó que, si lo hacían, podían poner en peligro la vida de Hana, en caso de que diesen la voz de alarma.

-¡Ugh! ¡Qué rabia! –se quejó ella, pese a saber que Reima tenía razón- ¿Qué sugieres entonces?

-Tendremos que buscar una manera de infiltrarnos sin que nos vean.

-Pues no sé cómo piensas hacerlo. No parece que haya otra entrada. Y son demasiados como para pasar desapercibidos entre ellos.

-Por el momento, observémoslos. Una vez sepamos cómo se comportan, podremos idear un plan.

-Sabes mucho de esto.

-He tenido que aprender a la fuerza. Por cierto –dijo mientras la miraba de arriba abajo-, ¿crees que con esa ropa podrás moverte bien?

-¡Oh! No te preocupes –contestó el ángel femenino mientras desgarraba parte de la tela, haciendo un nudo, poco después, para dejar el área de sus piernas, de rodilla para abajo, al desnudo. Al mismo tiempo, se quitó el calzado- ¿Mejor así?

 

Al instante, Reima se llevó una mano a la boca para tapar una carcajada.

-¡Eh! –se quejó ella, sonrojándose.

-Lo siento. Es que me has sorprendido un poco. Aunque tengo que reconocer que me gusta este lado tuyo. Menos... serio.

-¡¿Por quién me has tomado?! –declaró la joven.

-Te pido perdón de nuevo –dijo Reima, desplazando la mirada hacia los guardas de la entrada-. Bien. Sígueme.