Cuando abrí los ojos, lo primero que apareció ante mí fue la tenue luz de una bombilla. Tan desconcertado como estaba, ni siquiera le di importancia a que, observarla fijamente, quemase mis retinas. Mi mente tan sólo buscaba entender dónde me encontraba y cómo había llegado hasta allí.
Incorporando la parte superior de mi cuerpo y acostumbrando mi visión a la predominante oscuridad, giré la cabeza a un lado y a otro, cerciorándome de que me hallaba en mitad de un pasillo de paredes con azulejos antaño blancos, ahora rotos y quemados, de cuyos entremedios goteaba un líquido oscuro que ni quería ni alcanzaba a saber su procedencia. Sobre mí, un techo invisible, pues las luces, colgadas de cables casi roídos, no llegaban a alumbrarlo, dejando a la imaginación la altura a la que se encontraba, lo que sólo hacía crecer mi inquietud y miedo, mientras un sudor frío caía por mi espalda.
Tembloroso, decidí ponerme en pie. Tenía dos opciones: tratar de buscar una respuesta o esperar a que ésta llegase. Y, debido a que consideraba mucho más aterradora la ignorancia, y a un anormal sentimiento de curiosidad que no me pertenecía, opté por la segunda.
Así pues, caminé poco a poco hacia delante, intentando no apoyarme en la pared, para evitar tocar ese extraño líquido que me hacía querer vomitar. Todo ello, pese al esfuerzo que me suponía el simple hecho de mantenerme erguido.
Entonces, tras lo que me supuso una eternidad, llegué hasta una puerta.
Era de hierro, coloreada de un gris rojizo debido al óxido, y estaba entreabierta, dejando escapar un olor nauseabundo con el que estuve a punto de desmayarme.
Quise volver sobre mis pasos, pero, de nuevo, aquella extraña sensación dominó mi ser.
Una creciente necesidad, muy contraria a mi voluntad, de conocer lo que había al otro lado, llevó mi mano hasta el aceitoso picaporte, girándolo con fuerza. Acto seguido, me introduje en la habitación.
Lo que se mostró ante mí, me hizo caer de rodillas: se trataba de una sala pequeña, cuadrada, similar a un quirófano, pero sin el instrumental que solía verse en él. De hecho, salvo la mesa de cirugía situada en su centro, y otra de esas desvencijadas bombillas, luchando por no fundirse; era incapaz de vislumbrar cualquier otro mobiliario.
Sin embargo, lo que realmente logró que mi cuerpo sucumbiese a ese terror paralizante que debilitó mis piernas, fue el cadáver que había encima de la mesa. O, al menos, eso me hubiese gustado pensar, pues, pese a la falta de extremidades, y a sus vísceras ensangrentadas saliendo desde debajo de su torso, su cabeza seguía moviéndose, desesperada, gritando por el dolor pero, por algún motivo que no podía asimilar, sin emitir sonido alguno.
Para mi desgracia, aquello no fue lo peor, ya que a su lado se erigía otra figura, vestida con un delantal a cuadros, blancos y negros, bañado en el hedor de la sangre fresca y sujetando una sierra mecánica con restos de grasa y músculo entre sus dientes. Una figura que, pese a su cuerpo humano, tenía el rostro de un delfín. Una personificación aberrante. Sobre todo por sus ojos y labios, iguales a los de una persona, desfigurándose, al verme, en una sonrisa que enfermó mi mente.
Entonces, como si quisiera demostrarme que no había escapatoria, seccionó la cabeza del cadáver viviente, quien, pese a ello, no cesó en su sufrimiento.
Yo también quise gritar, pero el silencio fue lo único que escapó por mi boca, recurriendo poco después a lo mejor que sabía hacer: correr.
Y así fue. Atravesé de nuevo el corredor por el que había venido, sin echar la vista atrás, mientras sentía que algo, o alguien, me perseguía. El líquido de las paredes se hizo cada vez más intenso, recordándome una experiencia que, quizás por desinterés, había olvidado.
En ella, caminaba en mitad de un parque, vacío por la soledad de la noche. A mi lado, el sonido del agua fluir por un pequeño estanque, oscurecido por la cantidad de basura que los jóvenes, a altas horas de la madrugada, vertían en él. Y delante de mí, apareciendo de entre un par de arbustos mal cortados, se presentó un felino, un gato callejero, el cual se detuvo en mitad del sendero y me miró fijamente.
Puede que estuviese pidiendo alimento, o simplemente tomando un descanso, pero una idea más siniestra se cruzó por mi cabeza: ¿sentirá dolor?
El gato no es el único animal curioso. Todos hemos sentido alguna vez la necesidad de saber, experimentar qué se siente al probar algo nuevo.
Así que, ignorando esa penetrante mirada, en la que podía verme reflejado, como un espejo que parecía juzgarme por lo que iba a hacer; me dejé llevar.
Lo siguiente que recuerdo es al animal elevándose en el aire, sin siquiera proferir un solo maullido, hasta aterrizar en el estanque.
Mientras rememoraba, llegué a una antesala justo antes de atravesar una segunda puerta, mucho más grande que la anterior, pero igual de deteriorada. La falta de mesas, sillas o muebles, que hiciesen revivir algo de la normalidad a la que estaba acostumbrado, del contracto con un semejante; sólo consiguió ponerme más nervioso, volviendo la vista atrás para descubrir que el pasillo por el que había venido, ya no existía.
No había escapatoria. No quedaba esperanza. Era como si ese lugar me obligase a abrir el portón de metal corroído que me separaba de una verdad que no quería conocer y que, no obstante, era incapaz de resistir.
Cuando mi cuerpo, llevado por una fuerza invisible a la que no podía enfrentarme, atravesó la entrada, sólo quedó hueco para la desesperación.
En aquella sala, animales humanos invocaban medios de tortura, algunos imposibles de ser descritos, y los utilizaba sobre trozos de carne, en su día hombres y mujeres.
Lo más inquietante, era aquel silencio. El terror ahogado de las presas, cuyos ojos desorbitados experimentaban la locura de seguir respirando aun sin pulmones con que hacerlo.
Detrás de mí, sentí una presencia, girándome casi al instante, pues me costaba apartar la vista de aquel espectáculo que destruía mi estado mental.
Y allí lo encontré. Ese pequeño felino de iris brillantes y pupilas delgadas, con esa mirada que se adentraba en mi ser y juzgaba cada recoveco de mi alma, donde podía ver reflejado un “yo” al que temía.
En ese momento, lo comprendí. ¿Era la curiosidad la que había acabado con el felino? ¿Era él quien me juzgaba?
La naturaleza es equilibrio. Ella observa cada una de nuestras acciones, las juzga a través de los ojos de sus hijos, desde su asiento etéreo. Aboga por aquellos que no tienen voz. Conoce nuestros miedos y límites. Sabe que somos nuestro peor enemigo. Y cuando el equilibrio se rompe, simplemente, lo reconstruye, eliminando al infractor.
Nosotros, ignorantes, seguimos pensando que somos los dueños de nuestras vidas. Hijos rebeldes que se han independizado de su madre. Que tenemos el control. Pero no es así.
A mi espalda, una visión de en qué me convertiré, cuando, en su omnipotencia, devuelva este mundo a su principio. Entonces, conoceremos el fin.
Cuando supe la aterradora verdad, grité. Grité en silencio.
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