jueves, 21 de enero de 2021

Capítulo 46: Ataque a Nápoles

Nadie estaba seguro de dónde procedía exactamente la explosión, aunque, por la distancia, debía de ser cerca de la plaza que habían visitado el día anterior.

 

Los únicos que no habían girado la cabeza eran Hana, Thyra y Reima; quienes observaron cómo Egil, aprovechando esas décimas de segundo de distracción, se abalanzaba sobre Hana.

 

Entonces, Reima se llevó la mano a su espada, dispuesto a intervenir, sin embargo, notó la mano de Thyra sobre la empuñadura, evitando así que desenvainase, poco antes de que el esclavo abrazase a la demonio y, juntos, se desvaneciesen en el aire como absorbidos por éste.

-¡Mierda! ¡¿Adónde han ido?! –preguntó Cain, quien, al igual que los demás, había devuelto su atención a la ahora ya finalizada conversación, percatándose de la desaparición de ambos.

 

Por otro lado, Reima se enfrentó a Thyra, molesto.

-¡¿Por qué no me has dejado desenvainar mi espada?! –exclamó el joven.

-Porque Hana me lo pidió –contestó tranquilamente el arcángel, aunque su expresión denotaba preocupación.

-¡¿Que te lo pidió?! ¡No lo entiendo! –se sorprendió Reima, llamando la atención del resto de Pacificadores, todos ellos ahora centrados en su discusión.

-Ya nos imaginábamos que algo así sucedería, pero Hana pensó que, si la secuestraban, sería capaz de llegar hasta su líder y hablar con él –confesó Thyra.

-¡¿Su líder?! ¡¿De qué estáis hablando?! –preguntó Cain, representando, sin ser consciente, a todos aquellos que no entendía de qué iba la situación.

-¿Os acordáis de lo que ocurrió de camino a Roma? ¿Cuándo nos atacaron esos demonios? –explicó Reima- Hay sospechas de que alguien podría haberles incitado a hacerlo. Y es posible que ahora hayan hecho lo mismo.

-¡¿Y por qué no nos lo dijisteis?! ¡Si lo hubieseis hecho, habríamos estado más preparados! –se quejó Cain.

-Primero, porque Hana no quería que intervinieseis; segundo, porque sólo son sospechas, nada confirmado; y tercero –Thyra hizo una pequeña pausa antes de continuar, dejando escapar un profundo suspiro, como si lo que fuese a decir también supusiese un inconveniente para ella-, porque tiene la mala costumbre de solucionar las cosas ella sola, siempre intenta no inmiscuir al mayor número de personas posible.

 

Aquel hecho provocaba que Reima también se sintiese frustrado. Pese a saber que él también conocía la situación, no le había contado nada sobre sus intenciones, y ahora se hallaba sola en terreno enemigo, si saber de lo que eran capaces.

-¡¿Entonces para qué estamos nosotros?! –replicó Cain.

-Déjalo, Cain –se interpuso Alex, con tono calmado- Recuerda que no sólo somos guardianes, sino que también formamos parte de un intercambio entre humanos y demonios para establecer la paz. Además, creía que a ti sólo te importaba que te pagasen –le recordó el líder de escuadrón.

-Ya, pero... –habiéndose quedado sin argumentos, el mercenario se tranquilizó poco a poco.

-En cualquier caso, tienes un plan, ¿no? De lo contrario, no la habrías dejado ir –continuó Alex, esta vez dirigiéndose al arcángel.

-Por supuesto. Anoche, Hana transmitió parte de su Setten, la energía que utilizan demonios y ángeles, a la joya que hay en mi tiara –contestó Thyra, señalando el adorno que había sobre su cabeza-. Gracias a esto podré localizar dónde está siempre y cuando se mantenga con vida.

-¿Incluso si le ponen uno de esos grilletes? –preguntó Lori.

-Esos grilletes reducen el Setten de quien los lleva, pero no lo eliminan por completo. No habrá problema. Por ahora, id a ver qué ha ocurrido en la ciudad y ayudad a los ciudadanos, yo me encargaré de seguirla y vigilar que no le pase nada.

-¡Voy contigo! –declaró Reima, llevándose una mirada fulminante por parte del ángel.

-¡No! ¡Tú acompañarás a los demás a la ciudad!

-¡Si vas tú sola las posibilidades de salvarla se reducirán! ¡Será mejor si vamos los dos!

-¡¿Insinúas que no sé defenderme por si misma?!

-¡Por supuesto que no! ¡Pero, aparte de ti, me atrevería a decir que soy quien más la conoce! ¡Además, no hay que olvidar que no somos sólo sus guardianes sino también los tuyos! ¡Imagínate el escándalo que se formaría si en Roma se enterasen de que os hemos dejado a las dos solas frente al peligro!

 

Aunque sabía que sus argumentos no eran muy convincentes, Reima los lanzó uno detrás de otro casi a la desesperada. Quería ir. Quería ayudarla. Pero cuando se preguntaba a sí mismo el porqué,  una marea de confusión le inundaba. ¿Acaso lo único que quería era reprocharle no haberle contado su plan? ¿Lo hacía sólo porque era su deber? ¿O era por algo más?

 

Fuese cual fuese la razón, no pensaba irse de allí hasta que Thyra no le permitiese acompañarla. Y por lo que pudo comprobar poco después, sus argumentos hicieron más efecto de lo que jamás hubiese creído.

-De acuerdo. Puedes venir –contestó el arcángel a regañadientes-. Sería un engorro excusarme ante el papa por no haberos dejado hacer vuestro trabajo.

-En ese caso, ¿no sería mejor que fuésemos al menos un grupo entero? –propuso Julius.

-Si vamos muchos, llamaríamos demasiado la atención. Y no sabemos qué son capaces de hacerle a Hana si la situación se va de las manos. En parte, por eso quería ir yo sola, pero un entrometido no me lo va a permitir –añadió Thyra, dirigiendo de nuevo una mirada asesina a Reima, quien cada vez veía más complicado amistarse con ella.

-Entendido. Reima, te dejo a cargo de su seguridad. Demuéstrame lo que vales y quizás tengamos ese combate que tanto deseas –dijo Alex, esbozando una sonrisa pícara- ¡Los demás, seguidme! ¡No hay tiempo que perder! –exclamó, dirigiéndose a su equipo.

 

Tathya, por su parte, realizó un gesto con la cabeza, invitando a los de su grupo a que también se moviesen.

 

Una vez se hubieron quedado solos, el ángel femenino observó a Reima.

-Hana ya me avisó de que harías algo así. Me dijo que si intentabas acompañarme te detuviese, pero, para ser sincera, tengo curiosidad por ver de qué eres capaz.

-Creía que me dejabas acompañarte para evitar dar explicaciones al papa –se extrañó el espadachín.

-No me malinterpretes. Eso me sigue pareciendo un engorro, pero si quisiese negarme en rotundo a que vinieses, algo así no me habría detenido –contestó ella.

-Ya decía yo que me parecía una mala excusa.

-No tientes a tu suerte, que todavía te quedas aquí –comentó Thyra, enfadada.

-Perdón.

 

Tras este pequeño intercambio de palabras, el arcángel observó el conjunto de montañas a lo lejos.

-¿Es allí donde se encuentra? –preguntó Reima, siguiendo su línea de visión.

-Sí.

-¿Y cómo vamos a llegar?

 

En ese instante, Thyra agarró el brazo del chico y lo acercó a su cuerpo. Al examinar su expresión, el espadachín japonés se dio cuenta de la maliciosa sonrisa que dibujaban sus labios.

-¡Agárrate fuerte! –gritó, momentos antes de emprender el vuelo, a velocidad pasmosa, en dirección a la cordillera. Durante el trayecto, Reima pudo ver las alas desplegadas del arcángel: grandes, portentosas y bellas. Una visión que se grabaría en su mente durante el resto de su vida.

 

Mientras tanto, en el interior de una celda de paredes rocosas, a excepción de las barras metálicas que constituían la entrada, aparecieron Egil y Hana, justo sobre otra serie de símbolos totalmente iguales a los que habían sido tatuados en la espalda del esclavo la noche anterior.

 

Tal y como antes de ser transportados allí, el esclavo estaba abrazado a la gobernante, pero no tardó en separarse para permitir que un par de encapuchados, posicionados cerca de los símbolos en el suelo, pusiesen un grillete en el cuello de ella, quien palpó, con ambas manos y aire ausente, el material del que estaba formado.

-Buen trabajo, Egil –dijo uno de los encapuchados. Sin embargo, el esclavo no parecía muy contento.

-Has dudado –dijo, de repente, Hana, atrayendo la atención de los tres que, además de ella, había en esa sala- Antes de abalanzarte sobre mí. Has dudado.

-¡Tonterías! –se excusó Egil, algo irritado por la actitud calmada de ella-. Sólo estaba buscando el momento oportuno –tras esto, abrió la puerta de la celda y se marchó dejando atrás a los otros dos, quienes se quedaron haciendo guardia.

 

La joven no se movió de donde había aparecido. Sentada de rodillas, examinó su alrededor, en el que no había nada además de la roca y el metal que la mantenían presa.

 

Debido a la desigualdad de suelo, paredes y techo, dedujo que debía de encontrarse en algún tipo de subterráneo o cueva. La cuestión era si estaba lejos o cerca de Nápoles.

 

Con ello en mente, investigó la simbología de la técnica que habían utilizado para traerla allí. Por lo que pudo deducir, era muy parecida a la utilizada para teletransportar a los Pacificadores desde sus países de origen, sólo que más débil y de un solo uso. En parte por esto, dedujo que no se encontraba a mucha distancia de la ciudad. No obstante, había algo que necesitaba confirmar. Asimismo, eso le serviría para continuar con su plan.

-¡Perdonad! –dijo, llamando la atención de los dos guardas, que hicieron como que no la escuchaban- ¿Podéis quitarme el grillete? No tengo intención de escapar –explicó, sin obtener respuesta alguna-. Al menos podríais traer un orinal o algo, como pretendéis que haga... bueno, ya me entendéis. Además, con vosotros delante no voy a tener nada de privacidad.

 

Ante aquellas palabras, sí que obtuvo reacción. Uno de ellos se llevó una mano a la boca, como pretendiendo aguantarse una carcajada, mientras que el otro ladeó ligeramente la cabeza y movió las piernas, mostrando cierto nerviosismo e incomodidad.

 

“Algo es algo”, pensó Hana, algo más motivada por su reacción.

-No sois muy habladores, por lo que veo. ¿Tenéis un nombre? Yo soy Hana, aunque es posible que, si estoy aquí, sea porque ya me conozcáis. Francamente, si me habéis secuestrado para pedir una recompensa, dudo mucho que os sirva de algo. No soy tan importante como para que negocien por mí.

-¡¿Es una broma?! –soltó uno de los guardias- ¡Actualmente, puede que seas la demonio más influyente del planeta!

-¡¿Qué haces?! –le gritó el otro a su compañero- ¡Nos han dicho que no hablemos con ella!

-¡No soporto que se haga la humilde cuando no ha pasado por lo mismo que nosotros!

-Je je je... –rió la demonio mientras se rascaba la nuca. Por el tono de su voz, parecía más una risa triste y de disculpa que el hecho de que aquella queja le hiciese gracia- Es cierto que no conozco vuestra situación, pero os equivocáis si pensáis que no me han discriminado por ser demonio. De hecho, pienso que todos nosotros hemos pasado por algo así, independientemente de que ahora tengamos diferente estatus –explicó Hana. Ahora estaba segura de que los guardias también eran demonios-. Pero precisamente eso es lo que me gustaría cambiar. Si habéis sufrido discriminación. Si todavía la seguís sufriendo. Me gustaría que hablaseis conmigo. Conoceros. Utilizar todos lo medios que me sean posibles para solucionar vuestros problemas.

 

Los guardias se miraron, dubitativos. Parecían querer decir algo, pero tenían miedo a equivocarse.

-Vuestros nombres son suficientes para empezar –continuó Hana-. Eso es algo que nos define a todos por igual.

 

Mientras tanto, en Nápoles, los Pacificadores acababan de llegar al área de la explosión, donde encontraron tanto a humanos como demonios en el suelo, víctimas de la onda expansiva y los escombros de varias de las casas que habían sufrido el ataque. Fue allí también donde observaron a algunos de los soldados de la ciudad tratando de enfrentarse, en inferioridad tanto de poder como numérica, a unos encapuchados, quienes lanzaban bolas de fuego a diestro y siniestro, haciendo arder todo lo que tocaban.

-¡Es horrible! –exclamó Lori, observando el cadáver de una mujer que había sido aplastada por uno de los escombros.

-¡Bien! ¡Dividámonos! –propuso Alex- ¡Cain, tú vendrás conmigo! ¡Abel! ¡Lori! ¡Quiero que vosotros ayudéis a evacuar a los ciudadanos!

-¡Entendido! –dijo al unísono su equipo, poco antes de obedecer sus órdenes.

-¡Sarhin! ¡Julius! ¡Vosotros vendréis conmigo! ¡Helder y Lianor! ¡Id con Abel y Lori! –ordenó Tathya.

-¡Sí! –contestó su grupo, organizándose tal y como lo había especificado la líder.

 

Así pues, Alex y Tathya, con sus respectivos acompañantes, se lanzaron al combate contra aquellos encapuchados, quienes respondieron con bolas de fuego en su dirección. No obstante, y para desgracia de los atacantes, los Pacificadores no eran como el resto de soldados.

 

El primero en contraatacar fue Alex, quien, a velocidad casi imperceptible, esquivó la llama que iba dirigida hacia él y se situó frente al encapuchado que la había lanzado, antes de que pudiese generar una segunda, golpeándole fuertemente en el estómago y dejándolo inconsciente casi al instante.

 

Tathya tampoco se hizo esperar, e impulsándose con sus potentes piernas, dio un salto casi kilométrico por encima del fuego, aterrizado sobre la cabeza de su atacante y noqueándolo.

-¡Procurad no matarlos! –exclamó la chica- ¡Es posible que tengamos que interrogarlos después!

-¡A la orden! –exclamó Julius, quien fue de frente contra una de las bolas de fuego. Entonces, agarró su espada con fuerza y realizó un mandoble horizontal de 180º, logrando que la intensidad del movimiento debilitase la llama hasta el punto en que, al llegar hasta él, tan sólo le produjo una ligera sensación de calor. Acto seguido, dio un paso largo adelante con su pierna izquierda y giró sobres sí mismo. El movimiento no era rápido, comparado con los dos líderes, pero debido a la longitud de su arma y a la fuerza con la que la blandía, logró alcanzar el costado de su oponente, dejándolo con un brazo inutilizado al golpeárselo con la parte plana de su espada.

 

Al mismo tiempo, Cain y Sarhin también acababan de encargarse de sus respectivos contrincantes.

-¡Rápido, salid de aquí! –ordenó Cain a un par de ciudadanos a los que había salvado de los demonios, quienes, sin siquiera dar las gracias, huyeron despavoridos.

 

-¿Estás bien? –preguntó Alex a un soldado de Nápoles, al que ayudó a levantarse.

-Sí, gracias –contestó el hombre, cuya tela que cubría su torso estaba medio quemada, dejando ver la cota de malla que había debajo, así como algunas quemaduras leves en su brazo. Desde el punto de vista de Alex, había salido bastante bien parado.

-¿Sabes cuántos son? –preguntó el líder del segundo grupo.

-Creo que he llegado a contar unos quince –explicó el soldado, intentando recuperar el aliento y apretando los dientes de vez en cuando debido al dolor-. Han aparecido de repente, como salidos de la nada, y han empezado a atacarnos.

-De la nada... Si es así, lo más probable es que hayan entrado teletransportándose para evitar la guardia de las fronteras –dedujo Alex.

-O eso, o ya estaban dentro de la ciudad –sugirió Julius-. Podrían ser los propios esclavos.

-No lo creo –le interrumpió Tathya, poniendo una expresión que denotaba cierto enfado por las palabras del joven-. Recuerda que los esclavos llevan esos grilletes que los debilitan.

-Es cierto, pero es evidente que alguien les ha ayudado desde dentro. Puede que el mismo que ha secuestrado a la señorita Hana –replicó Julius, confrontado a su líder.

-Sea como sea, los encontraremos a todos y los detendremos –dijo Alex, cambiando de tema-. ¿Algo más que nos pueda ayudar? –preguntó al soldado.

-Es posible que haya más en otras zonas. Además... –de repente, se quedó en silencio, como si dudase de lo que pensaba decir a continuación.

-¡¿Además qué?! –preguntó Cain, quien no era muy dado a tener paciencia.

-Puede que parezca una locura, pero me ha parecido escuchar un mugido –añadió el soldado, mostrando temor en sus ojos.

-¿Qué quieres decir con un mugido? –se extrañó Alex, segundos antes de que el eco de lo que parecía el lamento de un bóvido llegase a sus oídos.

 

En ese momento, un toro de unos cuatro metros de altura y alas en el dorso apareció frente a ellos, llevándose por delante una de las casas, cuyos escombros cayeron sobre ellos y el resto de ciudadanos como una lluvia letal.

-¡Cuidado! –gritó Alex, apartando al soldado de Nápoles justo antes de que un trozo de pared les aplastase.

-¡¿Qué es eso?! –gritó Cain mientras se levantaba del suelo, tras haberse puesto a cubierto.

 

El supuesto animal, mugió por segunda vez, levantando la cabeza hacia el cielo y mostrando su cuello, donde se podía observar una cadena de pinchos que se clavaban en su piel. Atada a dicha cadena, surgían otras dos más pequeñas, cuyos extremos terminaban en las manos de otro encapuchado, montado sobre la bestia.

-Un demonio maltratando a otro demonio... –murmuró Alex, sin apartar los ojos de la escena- No, aquí hay algo que no encaja.

-¡No es momento para ponerse a pensar! ¡Salgamos de aquí! –gritó Cain al ver que la bestia volvía a ponerse en marcha e intentaba embestirles.

 

Por otro lado, Lori, Abel, Helder y Lianor; trataban de llevar a un grupo de ciudadanos por el camino que consideraban más seguro hasta el castillo del duque, donde la seguridad era mayor.

 

Estaban siendo perseguidos por otros cuatro demonios, quienes les lanzaban proyectiles de fuego cada vez que veían oportunidad. Por suerte, no conseguían acertar sus ataques gracias a que los Pacificadores sabían utilizar las fachadas de las casas como cobertura.

 

Sin embargo, aquella estrategia estaba destinada a no durar mucho tiempo, por lo que era clave pensar en otro plan para despistarlos o deshacerse de ellos.

 

-¡Por aquí! –dijo una voz de repente, agarrando a Lori de la muñeca en introduciéndola en un cuarto similar a un almacén de alimentos. El resto del grupo fue detrás de ella, siendo el último en entrar Abel, quien cerró la puerta tras de sí.

 

Desde dentro, pudieron escuchar los pasos de sus perseguidores, pasando de largo. Una vez se hubieron alejado, pudieron respirar tranquilos.

-Gracias por ayudarnos –agradeció Lori, todavía sin conocer a su salvador.

 

Delante de ella se encontraba la mujer que había empujado a una esclava la primera vez que llegaron a la plaza de Nápoles. De unos cuarenta años, rechoncha de vientre y cara, y bien vestida, con el pelo corto y rizado y, al contrario de lo que había dado a entender la última vez, expresión afable.

-¿Ocurre algo? –preguntó la mujer al sentirse observada por Lori, quien se debatía entre la necesidad de discutir con ella sus acciones del otro día y callarse para no llamar la atención de los demonios.

-Nada. No pasa nada –dijo finalmente la chica, echando un vistazo a su alrededor. Al hacerlo, se dio cuenta de que no era la única que se había refugiado allí antes que ellos. También pudo observar a la demonio que fue empujada por ella, sentada en un rincón con aire ausente, como si no quisiese que nadie le prestase atención; y a Renzo, el dueño de Egil, que no dejaba de murmurar quejas sobre algo que no alcanzaba a entender.

 

El almacén era bastante grande, lo suficiente como para que cupiesen todos los allí presentes e incluso puede que alguien más. Además, había bastante comida para aguantar durante una buena temporada por lo que, en ese sentido, suponía un buen refugio. Al menos, de momento.

 

Ninguno de los Pacificadores podía asegurar que los demonios no fuesen a volver, así que debían prepararse para defenderse si decidían entrar o echar el establecimiento abajo.

-Decidme, ¿queréis comer algo? –preguntó amablemente la mujer.

-No, no hace... –intentó rechazar Lori.

-¡Sí, por favor! ¡Me muero de hambre! –exclamó Abel, ante la atónita mirada de sus otros tres compañeros, logrando que Lori se muriese de la vergüenza.

-Será un placer. ¡Tú, escoria! ¡Muévete y tráeles algo de comer! ¡Y date prisa! –le ordenó a la demonio, aunque con un tono no demasiado alto para evitar ser descubiertos.

 

Al escucharla, la esclava emitió un pequeño chillido y se levantó al instante, golpeándose el codo contra una estantería de madera y cayendo un par de manzanas sobre su cabeza.

-¡Pero mira que eres inútil! –se quejó la mujer.

 

Entre el lamentable aspecto de la demonio y las palabras de quien aparentaba ser su dueña, Lori tuvo que cerrar fuertemente las manos, hasta llegar incluso a hincarse las uñas en la piel, para no rebanarle el pescuezo con su alabarda.

 

Finalmente, fue sacada de su particular trance cuando la esclava le dio unos pequeños golpecitos en el hombro para llamar su atención, ofreciéndole, cabizbaja, un cesto lleno de frutas.

-Gracias –murmuró Lori, intentando sonreír pese a lo que le costaba en ese momento.

-¡Vosotros sois los que ibais con esa gobernante y el arcángel, ¿verdad?! –exclamó de repente Renzo, enfadado.

-¿Hay algún problema? –preguntó Lori, entregándole el cesto de frutas a Abel, quien se dispuso a devorarlas como si fuese la primera vez que comía en mucho tiempo.

-¡Increíble! ¡Una demonio haciéndose la importante! ¡Y encima dicen que ha venido a abolir la esclavitud en Nápoles! ¡¿Te lo puedes creer?! –se quejó a la otra mujer, quien se limitó a negar con la cabeza-. ¡Será mejor que le enseñéis cuál es su lugar antes de que se le suba más a la cabeza! ¡Si no, acabará como los que nos han atacado! ¡Escoria que se cree con derechos! –gritó el hombre, subiendo peligrosamente el volumen de su voz.

-Por favor, señor, le pido que se calme –rogó Lori, cuya paciencia estaba rozando el límite, y quien empezaba a ver cómo Helder y Lianor pegaban la oreja a la puerta del almacén, como si acabasen de oír algo.

-¡¿Calmarme?! ¡¿Quién te has creído que eres?! ¡¿Es que estás a favor de esa chusma?! ¡¿Tú también vas a matarnos?!

 

Entonces con un movimiento rápido de su alabarda, Lori apuntó a su cuello, dejando el filo a escasos centímetros de éste, de manera que incluso llegó a verse un hilo de sangre originándose en la punta y perderse entre las ropas de Renzo, mudo por el asombro y el miedo.

 

Justo entonces, se escucharon fuera las voces de los encapuchados, volviendo tenso el ambiente, en parte por miedo al arma de la joven, y por otro lado, por la sensación de que si alguien hacía un movimiento en falso, todos morirían. El único a quien no parecía importarle la situación era a Abel, quien seguía comiendo como si nada.

 

Las voces de los encapuchados se acercaron cada vez más a la puerta, hasta quedarse en silencio. Los dos hermanos ya habían sacado sus espadas y se preparaban para lo peor, mientras Lori no quitaba ojo de la entrada, pensando cuál sería su siguiente movimiento en caso de que entrasen.

 

No ocurrió nada. Aun así, todos se mantuvieron en silencio hasta asegurarse de que el peligro había pasado. Todos excepto una persona.

-¡Malditos demonios! –exclamó Renzo de repente.

 

Mientras los presentes le lanzaban una mirada asesina, se escuchó un fuerte ruido en la puerta, viniéndose abajo, e irrumpiendo cuatro encapuchados en el almacén.

 

La respuesta de los Pacificadores no se hizo esperar, y los hermanos se abalanzaron sobre dos de ellos, tratando de inmovilizarlos, y dejando que Abel y Lori se ocupasen de los otros dos. Por desgracia, el pánico se apoderó de los civiles, quienes intentaron huir hacia la parte más alejada, pisándose y golpeándose, y tapando el campo de visión de Lori.

 

Así pues, mientras que Abel sí logró impedir el ataque de uno de los encapuchados, el otro quedó libre para actuar, generando una bola de fuego con la que apuntó y disparó a Renzo.

 

Sin embargo, el proyectil no llegó a impactar en el hombre, pues, para sorpresa de todos, la esclava de la mujer se interpuso en la trayectoria, golpeándose contra la pared del almacén como resultado y quedando su cuerpo inmóvil en el suelo.

-¡No! –gritó Lori, quien, iracunda, encontró el hueco para contraatacar y hundir el filo de su alabarda en el encapuchado, acabando con su vida.

 

Mientras tanto, los otros tres Pacificadores acababan de noquear a sus respectivos adversarios, disponiéndose, inmediatamente después, a ayudar a su compañera. Pero ya era tarde. Ella se encontraba de rodillas en el suelo, junto al cuerpo de la demonio, a quien todavía le quedaba un resquicio de vida.

-¿Por qué? –fueron las únicas palabras que pronunciaron los labios de Lori.

-Así no... –contestó la demonio, antes de expirar su último aliento.

 

Fuese por la sorpresa o por la pena, ninguno se atrevió a romper el silencio que se había formado. Aunque no todos lo habían visto, sí eran conscientes de lo sucedido. Y es que, pese a todos los maltratos que había sufrido durante quién sabe cuántos años, pese a quizás haber perdido a su familia a manos de los humanos, pese a que casi nadie de los presentes sabía siquiera su nombre; aquella demonio acababa de dar su vida por Renzo. Incluso su dueña todavía estaba conmocionada, como si no terminara de creerse lo que habían visto sus ojos.

-¡Se lo merecía! ¡Esa basura! –dijo Renzo, escupiendo sobre el cadáver.

 

En ese momento, algo en Lori se rompió. Cogió de la camiseta al hombre y le propinó un puñetazo en la nariz, rompiéndosela de la potencia del golpe. Tras esto, continuó golpeándole en la cara ante la atónita mirada de todos y los gritos de dolor del hombre hasta que, finalmente, Helder y Lianor la sujetaron cada uno de un brazo.

-¡Para, Lori! ¡Vas a matarlo! –gritó Lianor, que pese a estar haciendo uso de toda su fuerza y ser dos contra una, tenían problemas para contenerla.

-¡Ella se sacrificó por ti! –exclamó Lori, descontrolada- ¡¿Y aun así la llamas basura?! ¡Ha sido por tu culpa que hayan entrado! ¡Ha sido por gente como tú que nos estén atacando! ¡¿Y encima de que ha muerto por salvarte la vida, la llamas basura?! ¡Tú sí que eres basura! –logrando soltarse de sus compañeros, la chica salió fuera del almacén y gritó, deshaciéndose de toda la ira que había estado conteniendo desde el primer día, dejándose caer sobre el frío suelo de las calles de Nápoles y llorando desconsolada.

 

Toda la culpa por no haber podido ayudarla, por haberse dejado llevar por la rabia y haber matado al encapuchado, e incluso por haberle pegado a Renzo, algo que muchos considerarían impropio de ella; salió al exterior, desbordándose en lágrimas y en llanto que fue incapaz de detener.

 

Puede que los demonios tuviesen razón. Puede que los humanos mereciesen esto. Y ese pensamiento sólo le producía una mayor angustia, sintiéndose mal consigo misma.

 

De esa forma, siguió llorando, incluso cuando Lianor la abrazó por detrás para intentar calmarla.

 

Mientras tanto, apostados en la entrada al castillo del duque, varios solados observaban la ciudad con preocupación. Habían enviado a uno de ellos como mensajero al interior para avisar a Marinus I de lo que estaba sucediendo, pero ninguno podía moverse de allí hasta que él no les diese la orden, pues era su trabajo salvaguardar la seguridad del duque, por muy preocupados que pudiesen estar de sus respectivas familias y amigos.

 

Aprovechándose de esa distracción, un grupo de demonios realizó un ataque sorpresa frontal, derribando a varios de los soldados y consumiéndolos en llamas.

-¡Contraatacad! –ordenó uno de los guardas, levantando su espada para animar a las tropas.

 

Por desgracia, aunque el número de soldados en esa zona era mayor que el grupo de demonios, estos últimos seguían siendo más poderosos, y su ira les proporcionaba una mayor ventaja moral frente a la de los soldados, mermada por la falta de concentración.

 

Así pues, no pudieron evitar que varios de los encapuchados atravesasen la barrera humana que protegía la entrada, llegando hasta el portón que daba acceso a los jardines. Allí, sacaron unos trozos de papel con símbolos dibujados y los pegaron sobre la estructura, alejándose unos segundos y haciéndolos estallar.

 

Una vez destruida la segunda barrera que les separaba de su objetivo, atravesaron el humo resultante de la explosión. Sin embargo, los más adelantados cayeron al suelo, inconscientes.

-¡¿Qué ha pasado?! –se sorprendió uno de los demonios, mirando hacia el frente y descubriendo a cinco sombras cuya figura se relevó conforme fue disipándose la humareda.

 

Haciendo frente a aquel pequeño asedio, se encontraba el tercer grupo de los Pacificadores, liderado por Claude, quien, debido a su juventud, su pequeña estatura y su expresión sonriente, generaba una sensación de mofa que sólo hizo aumentar la rabia de los demonios.

-Vuestra suerte se ha acabado en el momento en que os habéis topado conmigo –declaró con arrogancia el chico de pelo castaño y ojos azules.