-¡Yo no estoy
borracho, zorra!
El sonido de un
puñetazo se escuchó a través de la puerta de la habitación de Leenah. Una
escena que llevaba repitiéndose durante las últimas dos semanas. Aunque aquello
no era lo peor que iba a pasar. Tras desahogarse con su madre, su nuevo novio
tenía otra forma de relajarse que la incluía a ella.
Dos opciones se
le pasaron por la cabeza: salir al pasillo, recorrer los pocos metros que la
separaban de la que en su día fue la habitación de sus padres y entregar su
cuerpo para calmarle; o abrir la ventana de su dormitorio y bajar a la calle
por la tubería de plomo que se situaba justo al lado. Lo que haría después, es
algo que ni ella misma sabía. Aunque, si no la encontraba allí, cargaría de
nuevo contra su madre.
Leenah se acurrucó
en un rincón, con la cabeza hundida entre sus piernas. Cualquiera le
preguntaría “¿Por qué no denuncias?”. Por miedo. El mismo motivo por el que no
se había quitado la vida, pese a la cantidad de cosas que había tenido que
aguantar durante dos años. ¿Miedo a qué? Para empezar, nunca había sido una
persona valiente. La típica chica extremadamente tímida, asocial, que no puede
mantener contacto visual cuando por fin logra entablar conversación (si es que
se le podía llamar conversación a las pocas palabras que llegaba a decir), que
se aislaba de su clase y era objeto de burlas, insultos y humillaciones por
parte de sus compañeros. Hechos que tampoco había sido capaz de contar.
Por otro lado,
ni siquiera tenía la suficiente confianza de que le hiciesen caso. ¿Quién iba
creer a una chiquilla que no hacía más que fantasear con sus libros y dibujos,
únicos amigos de los que disponía, con los que podía evadirse de la realidad
durante unas cuantas horas, y que conservaba con cuidado en un gran cajón de madera
situado debajo de su cama? No. Por más que se imaginase una escena en la que
todo se solucionaba y obtenía un final feliz, ésta le parecía muy lejana.
Mientras
cavilaba, no se dio cuenta de los pasos que se acercaban. Cuando se abrió la
puerta, ya era demasiado tarde para tomar alguna de las decisiones que antes se
había planteado.
-¡Tú! ¡Ven
conmigo! ¡Necesito que me quites el estrés! –gritó un hombre de pronunciada
barriga, pelo escaso y desordenado, sudoroso, y que vestía una camiseta de
tirantes y unos vaqueros medio rotos; a la vez que la cogía de la muñeca y
tiraba de ella pese a que intentaba oponerse, esforzándose cada vez menos, pues
sabía que de poco serviría.
Pese a ello,
intentó chillar, pero su mano le golpeó fuertemente la mejilla, hasta el punto
de que habría sido lanzada contra el suelo, de no ser porque la mantenía
sujeta. Entonces, prácticamente arrastrándola, cruzaron el pasillo y llegaron al dormitorio de su madre, en cuyo
suelo yacía ella, desnuda y con moratones visibles en varias partes de su
cuerpo.
Lanzándola sobre
la cama, se quitó los vaqueros y unos sucios calzoncillos, anteriormente
blancos. Tras esto, se puso encima de ella, situando su pene erecto cerca de su
cara, llegando a producirle arcadas.
-¡Chúpamela!
–exclamó, cogiéndola de la cabeza y aproximando su miembro a sus labios.
Al principio,
intentó resistirse, pero sabía que, si lo hacía, recibiría otro golpe más
fuerte que el anterior. Así que, intentando contener las nauseas de la mejor
manera que había aprendido, abrió la boca y dejó que lo forzara hacia su
interior.
-¡Oh, sí! ¡Esto
es la hostia! –dijo mientras sacudía sus caderas una y otra vez, rozando su
garganta y provocando que la joven se aferrase fuertemente a las sábanas.
No necesitó
mucho tiempo para eyacular, obligándola a tragarse su semen y golpeándola de
nuevo cuando tuvo un ataque de tos, como si fuese culpa suya. Entonces, sin
darle tiempo a recuperarse, le arrancó la camisa y el sujetador, dejando al
descubierto sus pechos, los cuales agarró fuertemente sin importarle el dolor
que le pudiese causar, lamiendo sus pezones de una manera tan asquerosa que
Leenah no pudo evitar apartar la mirada mientras lágrimas brotaban de sus ojos.
Así estuvo
durante un buen rato, hasta que, aparentemente saciado, le quitó la parte de
abajo, dejando al descubierto su vagina. Entonces la puso de espaldas a él y la
agarró del su larga melena negra, penetrándola al mismo tiempo.
Mientras sentía
un dolor intenso, la joven recordó la tubería que había al lado de la ventana
de su habitación y pensó “No importa. Aunque lo hubiese intentado, no lo habría
conseguido”.
A la mañana
siguiente, una vez se quedó dormido, la joven se levantó y se dirigió a la
ducha. Dentro, lavó cada parte de su cuerpo una y otra vez. No importa cuantas
veces repitiese el proceso, no conseguía quitarse esa sensación de suciedad,
algo que la había agobiado las primeras veces hasta el punto de terminar de
rodillas en el suelo, sollozando y clavándose las uñas en los brazos hasta
sangrar. No obstante, por alguna razón, aquella vez era distinta. Era como si
se hubiese vuelto más insensible. Pese a que seguía sintiéndose sucia, cuando
llegó a la conclusión de que no podía quitársela de encima, simplemente
desistió y salió de la ducha, como un muerto en vida, aunque quizás fuese
verdad que una parte de sí misma había muerto.
En ese momento,
su madre entró en el baño.
-¿Te vas al
instituto? –preguntó, con voz cansada y propia de una persona enferma.
-Sí... –contestó
Leenah, sin apenas mirarla.
Esa era toda la
conversación que iban a tener a lo largo del día. Luego, la mujer se ducharía,
maquillaría los moratones y se iría a trabajar. Todo mientras ese gordo inútil
se gastaba el dinero que, junto con su difunto padre, tanto le costó ahorrar,
en alcohol y apuestas, para luego llegar a casa, borracho, y pagar todos sus
errores con ellas.
En ese instante,
la chica se miró en el espejo, comprobando si ella también tenía algo que
ocultar pero, por suerte, no le había dejado marca. Sus ojos, ligeramente
rasgados, de iris color verde, estaban casi cubiertos por su pelo, actualmente
mojado. Tendía a dejárselo lo más largo posible para que no le viesen la cara,
un producto de su timidez y algo que solía causarle escalofríos a sus
compañeros de clase. Tampoco es como que se considerase guapa, así que tenía
más pros que contras para hacerlo.
Así pues, una
vez vestida, cogió su mochila y, sin molestarse en despedirse, se marchó a su
segundo infierno.
“¿Por qué vas a
un sitio donde te acosan y se burlan de ti?” Sería la siguiente pregunta. En
ese caso, podía dar varios motivos: el primero, porque no quería problemas con
su madre. Suficiente tenían con la situación que vivían en casa, así como lo
fría que era su relación, como para empeorar las cosas con charlas con los
profesores, a los que ocultaba su situación; o expulsiones de sus compañeros,
lo que seguramente terminaría repercutiendo en ella de alguna forma. El segundo
motivo era su propio interés en aprender, sobre todo en clase del profesor
Ethans, el tercer motivo por el que iba al instituto. Sus clases de literatura
eran otro de los pocos momentos en los que se olvidaba de sus problemas. Además
de ser el único que se preocupaba por ella, pese a las negativas por su parte
de que le ocurriese algo. Todo ello había provocado que se sintiese atraída por
él.
Con eso en
mente, Leenah caminó por los pasillos en dirección a su aula. Fue entonces
cuando alguien la empujó hacia los aseos, desequilibrándola y haciendo que
cayese al suelo. Girándose rápidamente para descubrir de quién se trataba,
observó a un grupo de cinco chicas, lideradas por una de pelo corto y castaño,
rostro con más maquillaje de lo normal y expresión sonriente. Tenía un cuerpo
atlético, debido a que se encontraba en el equipo de baloncesto femenino del
instituto, y le sacaba cabeza y media de altura.
-Si no miras por
dónde vas, ¿cómo quieres que no pasen estas cosas? –preguntó ella, agarrándola
del cuello de su camiseta y atrayéndola hacia sí.
Podía haber
replicado de muchas maneras, diciéndole que era ella quien le había empujado o
que veía perfectamente por dónde iba, pero, en su lugar, susurró un “lo
siento...” que provocó la carcajada de las demás.
-¡¿Qué dices?!
¡No te he oído bien! –gritó la joven de pelo corto, burlándose del tono de su
respuesta.
-L-lo...
si-siento... –tartamudeó Leenah, elevando un poco más la voz.
-Mm... ¿Qué
pensáis? ¿Os parece una buena respuesta?
Las demás
negaron entre risas.
-No nos has
convencido. Tendrás que recibir un castigo. ¡Abrid el grifo! –ordenó a una de
sus amigas, o más bien, secuaces; quien dejó correr el agua de uno de los
lavabos, mientras otra cogía un buen montón de papel y taponaba el desagüe.
Entonces, la cogieron del pelo y la llevaron hasta allí, metiendo su cabeza en
el agua.
La chica luchó
por respirar intentando mover sus brazos para liberarse, sin embargo, estaban
sujetos por dos chicas, impidiéndole forcejear.
Cuando creía que
ya no iba a aguantar más, la sacaban, dejando que tosiese fuertemente y
escupiese parte del líquido que acababa de tragar. Todo para luego repetir el
mismo proceso hasta que, la última vez, le preguntó.
-¡¿Qué es lo que
tienes que decirme?!
-¡L-lo siento!
–gritó la chica, desesperada por no volver bajo el agua.
-¡Eso está algo
mejor! ¡Te dejaré ir por hoy! Además, la clase está a punto de empezar. Seguro
que el profesor estará encantado de verte así –dijo, lanzándola contra el
suelo-. ¡Te veo después! –exclamó al mismo tiempo que salían por la puerta.
Con dificultad,
la joven se levantó y se miró en el espejo. Tenía toda la cabeza mojada, con
lamparones en la parte de arriba de su vestimenta.
-Y justo a
primera hora tengo clase con el profesor Ethans...
Maldiciendo su
existencia, comenzó a secarse, utilizando el secador de manos y una toalla que
llevaba en la mochila, ya que no era la primera vez que le hacían algo
parecido. También llevaba una camiseta limpia, por lo que aprovechó para
secarse por debajo y cambiarse.
Finalmente,
consiguió eliminar una buena parte del agua pero, para entonces, ya habían
pasado como diez minutos de clase, por lo que cuando llegó, todas las miradas
se posaron en ella, provocando que se pusiese nerviosa.
-¡Leenah! –dijo
el profesor Ethans, sorprendido- Es raro que llegues tarde a clase. ¿Ha
ocurrido algo?
En realidad le
había pasado más veces, por culpa de otras personas, claro, sin embargo, casi
nunca le había tocado con sus lecciones. Por supuesto, eso era algo que no
podía decirle.
-M-me...
–sintiendo las miradas, cuchicheos y risitas de sus compañeros, enmudeció nada
más comenzar la frase.
-¡Silencio, por
favor! –exclamó el profesor, dando unas palmadas para llamar la atención del
resto- Bueno, no importa, ya hablaremos más tarde. Por el momento, siéntate en
tu sitio y continuaremos la clase.
Asintiendo, la
chica se desplazó hasta su mesa, situada en la parte intermedia del aula, cerca
de la ventana. Desde allí, se esforzó por soportar las burlas de los demás y
sacó sus libros a fin de intentar olvidar lo que acababa de pasar.
Por lo demás, el
día transcurrió como tantos otros. Después de que el profesor la citara para
verla después de clase y se marchase, sólo necesitó sentarse en su silla para
que varios de sus compañeros le lanzasen una considerable cantidad de bolas de
papel que habían acumulando a escondidas. En el momento en que llegaba el
siguiente profesor, lo único que este veía era a ella recogiendo las bolas de
papel como si fuese la culpable, por lo general, ganándose una dura mirada por
su parte o, si le pillaba de malas, un castigo.
Luego, a la hora
del almuerzo, la acorralaban y le quitaban la comida que llevaba, incluso si no
se la comían, ya que más de una vez la había visto pisoteada en el patio. En
caso de que llevase dinero para comprarse ella misma el almuerzo, éste también
terminaba en sus manos, quedándose igualmente sin poder almorzar. Si decidía no
llevar ninguna de las dos cosas, le quitaban la mochila y se pasaba todo el
tiempo de descanso buscándola, llegando de nuevo tarde a clase. Por ello,
prefería llevarse alguna de las dos cosas. Al menos se ahorraba el que sus
libros acabasen mojados y tener que comprarse otros, o peor, que le tocase
compartirlos con alguno de sus compañeros, lo que daría pie a más gamberradas.
Así pues, sin
nada que comer, se sentó sobre los escalones junto a la salida que daba a las
pistas de fútbol. Lo hacía sola, a excepción de uno de sus queridos libros con
el que pretendía distraerse del hambre que sentía. No obstante, aquella vez
hubo algo que desvió su atención. A poca distancia de ella, sin darse cuenta de
que estaba allí, dos chicas mantenían una conversación bastante animada.
-¡Sí, sí! ¡Yo
también he oído hablar de ella! ¡Korral, se llama! ¡Dicen que tiene la boca
cosida y que le falta un ojo!
-¡¿En serio?!
¡Yo he oído que los tiene completamente en blanco! ¡Y que, cuando te topas con
ella, cumple uno de tus deseos pero, a cambio, se lleva tu alma!
-¡Qué miedo! ¡No
me gustaría encontrarme con ella!
-¡Ni a mí
tampoco! ¡La noche en que encontré la página web no pude dormir!
-¡Ya ves!
¿Korral? ¿De qué
estaban hablando? Normalmente no solía interesarse por las conversaciones de
los demás. Al fin y al cabo, no es como que pudiese participar en ellas. Sin
embargo, le había picado la curiosidad por saber más sobre la historia de ese
ser fantástico y tenebroso del que decían que podía cumplir deseos. De repente,
sintió el impulso de sacar su móvil y buscar en Internet, pero entonces recordó
que no se lo llevaba a clase. Se lo quitarían si lo hacía. Por lo que decidió
que buscaría algo en la biblioteca durante la tarde.
Finalmente,
llegó la hora de su reunión con el profesor Ethans. Una parte de sí misma había
pensado en no ir, pero eso sólo conseguiría llamar más la atención sobre su
situación, por no hablar de que no quería disgustarle. Por tanto, a la hora
indicada, abrió la puerta de la sala de profesores, donde ya le esperaba
sentado junto a su mesa. No había nadie más allí.
-Hola, Leenah.
Siéntate, por favor –dijo, ofreciéndole una silla.
Ella asintió y
obedeció, cabizbaja y con la mirada en sus zapatos.
-Seamos
directos. Seguro que hay alguna razón por la que lo estás escondiendo, pero a
mí me parece bastante claro que alguien te está acosando.
La chica negó
rápidamente, aunque su nerviosismo la delataba más que ayudarla.
-¿Te están
amenazando para que no le digas nada a los profesores? –insistió Ethans.
De nuevo, la
misma respuesta por su parte, lo que hizo suspirar al hombre.
-Leenah... Es
cierto que los profesores no podemos vigilaros las 24 horas del día. Pero, como
mínimo, ante una situación así, podemos hacer que les expulsen. Hablar con tus
padres y, en el peor de los casos, recomendar un cambio de instituto. O incluso
avisar a la policía.
Leenah sabía que
la intención del profesor era buena pero nada aseguraba que, tras ser
expulsados, no descubriesen donde vivía y le hiciesen la vida todavía más
difícil, si es que era posible. Tampoco serviría de nada cambiarse de
instituto. Para empezar, como había dicho, necesitaría hablar con sus padres, y
teniendo en cuenta el estado de su familia, no sólo no era una buena idea, sino
que la propuesta de cambiar de instituto sería ignorada. Él ni siquiera conocía
a su madre, no era su tutor, pero es que tampoco su tutor sabía mucho sobre
ella. Ya se había ocupado de crear excusas para evitar que se conociesen.
En cuanto a la
policía. Sí, claro. Siendo menores, ya tenían que hacer algo muy grave para
meterlos en un reformatorio, y ese hecho muy grave podría significar su muerte
por lo que de poco servirían ya los cuerpos de seguridad para ayudarla. No...
mirase por donde mirase... la situación no parecía tener salida... y más para
una cobarde como ella...
-De acuerdo, si
no vas a contestar. Tomaré yo la iniciativa. Mañana mismo iré a hablar con tus
padres.
Al escucharle,
el corazón de la joven dio un vuelco.
-¡No! ¡No, por
favor! –gritó, suplicante, arrodillándose frente a él.
-¿Leenah? –se
sorprendió el profesor- ¿Qué ocurre?
La joven se
limitó a negar con la cabeza y juntar las manos como si estuviese rezando.
-Lo siento, pero
si no me lo dices, no puedo ayudarte. Avisaré a tu tutor y llamaré a tu madre
para quedar con ella.
-¡No! –tras otro
grito, la joven se agarró a sus tobillos, dificultándole el paso.
-¡Si te pones
así, con más razón he de hablar con ella! ¡He de saber que está pasando,
Leenah! –así pues, la forzó a soltarle y se marchó a paso ligero para que no
volviese a intentar algo similar.
Cuando quiso
darse cuenta, estaba sola en la sala de profesores, boca abajo y sollozando. Se
acabó. En cuanto contactasen con su madre todo se pondría patas arriba. Pero, a
quién quería engañar. Era cuestión de tiempo que algo así terminase ocurriendo.
Que ironía que, para ello, sólo hiciese falta una persona que se interesase por
su estado.
-Y encima me he
puesto en ridículo delante de él...
No sabía qué
hacer ni adónde ir. Incluso si volvía a casa a toda velocidad y cogía el
teléfono antes de que otro lo hiciese, no serviría de nada. Vendrían a su casa
igualmente. Ni siquiera se le ocurría una buena mentira para esconder a su
madre y a ese borracho.
-¿Qué hago? –se
preguntó como si esperase que una solución cayese del cielo.
Pasaron unos
minutos hasta que, finalmente, fue obligada a marcharse por el conserje. Tras
salir del instituto, vagó sin rumbo fijo y con la mente en blanco. A punto
estuvieron de atropellarla en más de una ocasión. Así estuvo durante lo que le
parecieron horas hasta que se situó frente a la biblioteca. No sabía si era
cosa del destino o que su instinto le había llevado allí pero, viéndose con
pocas alternativas, decidió entrar.
El lugar estaba
prácticamente vacío, a excepción de un par de bibliotecarias y puede que cuatro
o cinco personas más. Se trataba de una biblioteca de dos pisos con múltiples
estanterías en cada uno de ellos. En el piso de abajo, se podían encontrar todo
tipo de novelas: aventuras, misterio, ciencia ficción, terror, etc.; en lo que
respectaba a la parte de arriba, en ella se encontraban libros de estudio de
distintos campos y documentos históricos. También había un par de ordenadores
para navegar por Internet, siempre y cuando fueses socio.
Hacia el de
arriba fue donde se dirigió la chica. Sintió cierta necesidad de quedarse en la
planta baja, devorando una por una aquellas novelas. No obstante, antes quería
deshacerse de su curiosidad.
Nada más subir
los escalones, buscó los viejos ordenadores, que encontró cerca de uno de los
ventanales por los que, gracias a que habían bajado las persianas de tela, ya
no incidían los rayos de Sol de la tarde, impidiendo que su reflejo molestase a
los lectores.
Sentándose en la
silla frente al aparato, movió el ratón para iluminar su pantalla, pues estaba
encendido. Tras esto, introdujo su nombre y contraseña y abrió el navegador,
escribiendo la palabra “Korral”.
Numerosas
páginas web aparecieron ante ella, todas con restricciones para menores, que
eran fácilmente eludibles si te hacías una cuenta falsa fingiendo tu fecha de
nacimiento. De hecho, algunas sólo te pedían que, si tenías menos de dieciocho
años, volvieses a la página anterior.
Por lo que pudo
leer en las cuatro primeras, había diferentes descripciones sobre el aspecto de
Korral. En algunos casos decía que se trataba de una niña de unos diez años que
vagaba sin rumbo por los cementerios de la ciudad, maldiciendo a los jóvenes
que intentaban colarse por la noche. En otros, que se trataba de una chica por
encima de los veinte, vestía un camisón de color negro que la camuflaba durante
la noche y que tenía los ojos huecos. También estaban aquellas en las que la
describían como lo habían hecho esas chicas: boca cosida, ojos en blanco, etc.
Conforme más
páginas investigaba, menos convencida estaba de la existencia de una historia
detrás de ese nombre. Al fin y al cabo, mirase donde mirase, pocas coincidían.
Entonces,
encontró algo que llamó su atención. Una frase que, según el escritor, la había
leído un amigo suyo en una página web sobre leyendas urbanas que había sido
cerrada hacía un par de años: “Con las mismas sílabas, distintas las letras. En
su tamaño se esconde el secreto”. Ésta venía seguida de una imagen en la que
aparecía un monstruo horrendo, el cual se mantenía sobre dos patas igual que un
ser humano, pero su cuerpo era redondeado y con muchos bultos, como un saco
lleno de pelotas. Tenía dos pequeños ojos, apenas visibles, hasta el punto de
que sólo podía distinguir su contorno, sin tener claro si tenía globos oculares.
En contraste, su boca era grande y disponía de dientes grandes y muy afilados,
sonriendo maliciosamente. Unos largos y delgados brazos salían de la parte de
arriba de su cuerpo, poniéndose a la altura de sus pies. Su piel era de un
color verde putrefacto.
Leenah había
visto a ese ser con anterioridad, en un libro que trataba sobre demonios y
otros seres mitológicos. Y, si no recordaba mal, el de la imagen se llamaba
Kral, un demonio que, se dice, aparecía cuando las personas cometían un acto
atroz contra otro ser vivo, alimentándose de los sentimientos negativos que se
generaban. Pero, ¿qué quería decir el que apareciese junto a esa frase?
-Con las mismas
sílabas... distintas las letras... en su tamaño se esconde el secreto –leyó,
cavilando sobre lo que podría significar.
Dado el
contexto, lo más probable era que se refiriese a la palabra “Korral”. Quizás
estuviese relacionado con la forma de escribirla.
“Mismas
sílabas”... tomándose de manera literal, lo primero que se le vino a la cabeza
fue mantener el mismo orden de sílabas que tenía, es decir, ésta debía sonar
igual. De lo contrario, habría sido más lógico decir “Mismo número de sílabas”.
Quizás se equivocase pero, por el momento, continuaría por ese camino.
Después estaba
“Distintas las letras”. Si éstas eran distintas pero la palabra debía sonar
igual, la combinación que se le venía a la mente era “Corral”. Entonces venía
“En su tamaño se esconde el secreto”. ¿Se refería al tamaño de la palabra?
¿Debía escribirla en mayúscula? Y si era así, ¿qué tenía que ver la imagen del
Kral?
Fue entonces
cuando una bombilla se le iluminó. Kral tenía letras que también se encontraban
en la palabra Korral. Así pues, ¿y si cambiaba el tamaño de dichas letras de
forma que fuesen diferentes unas de otras? De esa forma, quedaría como
“KoRrAL”.
Probando a ver
qué pasaba, la joven lo escribió en el navegador, encontrándose con un hecho de
lo más curioso: sólo aparecía un resultado. No venía la dirección de la web, ni
siquiera una descripción de la misma. Lo único que aparecía era KoRrAL.
Tragando saliva,
decidió pulsar, lo que le llevó a una imagen en la que aparecía la foto en
blanco y negro de una chica de pelo largo, probablemente de la misma edad que
ella, rasgos occidentales, muy guapa pero con expresión triste, como si no
desease estar ahí. Debajo, había escrito un nombre y un año: Janeth Johnson,
1853.
Cuando se
disponía a buscar información sobre ese nombre, el guarda de seguridad de la
biblioteca le interrumpió, diciéndole que ya era hora de cerrar. Se había entretenido
tanto buscando información en páginas web inútiles que, cuando por fin había
dado con algo interesante, se había quedado sin tiempo. Por tanto, se contuvo
la rabia que no se habría atrevido a sacar frente al hombre y se marchó de allí
en silencio.
Era de noche y
estaba bastante oscuro pero todavía había gente. Al caminar unos pasos, la
realidad volvió a ella como un soplo de aire gélido, dándole ganas de detenerse
en mitad de la acera y no moverse de allí. ¿Qué podía hacer? Necesitaba un
lugar donde dormir pero su casa no era una opción. Si al menos tuviese algún
amigo o amiga...
Quizás podía
quedarse durmiendo a la intemperie. No hacía mucho frío en esa época del año.
Un buen banco no estaría mal... pero a quién quería engañar, ni que fuese capaz
de hacer algo así...
Sus pies le
llevaban a ninguna parte, deseando que ocurriese algo que hiciese desaparecer
su hogar, su familia y su instituto. Que hiciese desaparecer todo.
Cuando quiso
darse cuenta, estaba en una calle totalmente vacía.
-¿Dó-dónde está
la gente? –tartamudeó, encogiendo los brazos por el miedo.
Incluso si había
estado ensimismada, siempre había notado la presencia de alguien cerca, a
veces, mirándola con curiosidad. Sin embargo, ahora no se escuchaba ni un alma.
Se trataba de
una calle totalmente recta, sin bifurcaciones ni curvas. Los edificios, cuya
fachada era de color gris oscuro, parecían abandonados, y no se observaba
ningún negocio que pudiese estar abierto. Por si fuese poco, las farolas que la
iluminaban tenían la bombilla estropeada y la luz se encendía y apagaba con
frecuencia. Además, pese a que todo estaba en silencio, a veces podía
escucharse el susurro del viento, seguido del movimiento de papeles o bolsas de
plástico.
Viendo aquel
tétrico escenario, intentó volver atrás pero éste se extendía también en esa
dirección. Era como si nunca hubiese existido otro camino.
Por otro lado,
había algo diferente a lo lejos. La figura de una única persona, de la que
apenas podía distinguir sus rasgos. Lo único que podía decir de ella es que
llevaba ropa negra, lo que contrastaba con el blanco de su cabeza, también
cubierta por algo negro en la parte de arriba.
No se movía de
su sitio pero le daba la sensación de que la miraba.
Asustándose cada
vez más, empezó a correr en dirección opuesta. No obstante, el escenario no
cambiaba en absoluto. Siempre los mismos edificios, las mismas farolas y hasta
los mismo restos de basura.
Nunca se había
considerado una buena atleta. Para colmo de males, el agobio que sentía en
aquella situación no ayudaba, por lo que, poco después se encontraba jadeando y
al borde de la taquicardia, con las manos sobre sus rodillas y dejando caer
saliva sobre el hormigón que constituía las baldosas.
Entonces, con
una mezcla de curiosidad y miedo, miró hacia atrás. Y allí seguía, la misma
figura humana, sólo que más cerca que antes. Esto provocó que se cayese hacia
atrás, arrastrándose unos centímetros sin apartar la vista de lo que fuese
aquello. Posteriormente, se levantó y dio media vuelta, reiniciando la carrera.
“¡¿Qué está
pasando?! ¡¿Por qué la ciudad sigue igual?!”, pensó poco antes de tropezar y
caer al suelo otra vez, golpeándose una de las rodillas y haciéndose una
herida.
De repente, una
de las farolas se encendió justo encima de la chica, reflejando su sombra en el
suelo al mismo tiempo que incorporaba la parte de arriba de su cuerpo. En ese
momento, la luz reflejó otra sombra, situada justo detrás de ella. Era de una
persona, aparentemente mujer, debido a su larga melena y vestido, ambos mecidos
por el viento.
Aquello le hizo
contener la respiración, sin atreverse a desviar la mirada de su figura,
detenida a escasa distancia de ella, sin mover ni una sola parte de su cuerpo.
Era aterrador, cada pelo de su cabello le parecía un estrechísimo tentáculo
dispuesto a agarrar su garganta en el momento en que intentase huir.
La luz de la
bombilla parpadeó. Fue un instante pero, una vez volvió a encenderse, su
silueta había desaparecido. No sabía qué hacer. Si levantarse y proseguir en su
inútil huida, o simplemente esperar en esa misma posición a que, fuese quien
fuese ella, acabase con su vida.
Y decidió
levantar la cabeza, entrando en su campo de visión su vestimenta negra azabache
y su largo pelo del mismo color que crecía en su dirección, desplazándose como serpientes,
cogiéndola de sus extremidades y obligándola a mirarle a la cara. Y hubiese
preferido cualquier cosa menos eso.
Su rostro, casi
despellejado y putrefacto, se acercó al suyo. Las cuencas de sus ojos estaban
vacías, absorbiendo todo su ser; y lo que más miedo le daba, su boca estaba
cosida.
Una sensación
cálida recorrió sus piernas hasta acabar empapando el suelo. Al mismo tiempo,
lágrimas caían sobre sus mejillas, fundiéndose con el sudor frío de su cuerpo.
-Yo cumpliré tu
deseo... –le dijo una voz anormalmente grave y difícil de entender, aunque no
sabía si era culpa de esa mujer o al creciente pavor que ocupaba su mente.
-No... por
favor... –suplicó.
Ella esbozó una
sonrisa, rompiéndose poco a poco los hilos que mantenían cerrada su boca, la cual
se abrió, ensanchándose exageradamente hasta el punto de caber perfectamente el
cuerpo de una persona. Su interior carecía de lengua pero sí conservaba unos
dientes afilados parecidos a los que había visto en la imagen del Kral.
No le quedó voz
para gritar. Tampoco valor para cerrar los ojos. Simplemente se dejó a merced
del monstruo mientras el fondo de su garganta se aproximaba cada vez más...
Entonces
despertó. Se encontraba en su habitación y la luz del día penetraba por la
ventana. Tras desplazar la vista de un lado a otro, se incorporó y confirmó que
se trataba de su dormitorio.
“¿Todo ha sido
un sueño?”, pensó mientras se pellizcaba el brazo y se sorprendía al sentir
dolor.
Había sido muy
real. Tan real como el sudor que cubría su cuerpo o la orina que empapaba sus
sábanas. Sin embargo, la herida que se había hecho mientras huía se había
esfumado.
Confusa, decidió
salir de la cama y mirar la hora. Eran las 7:00 de la mañana del día siguiente.
¿Acaso se había desmayado y alguien la había llevado a casa? ¿Y si ella misma
había caminado hasta allí sin darse cuenta?
Mientras
cavilaba, la puerta se abrió, apareciendo su madre, arreglada para ir al
trabajo y con una sonrisa en la boca.
-¡Leenah, es
hora de ir...! ¡Si ya estás despierta! ¡¿Te has acordado esta vez de poner el
despertador?!
Su imagen le
pareció de ensueño. Hasta el punto de confundirla todavía más.
No se observaban
moratones en su rostro ni en sus brazos, ni tampoco estaba maquillada por lo
que no creía que los hubiese ocultado. Además, su manera de hablarle... es como
si su padre nunca hubiese muerto ni su nuevo novio existiese...
-Cuando estés
lista, vente a la cocina. Harry ha hecho un desayuno con el que te vas a chupar
los dedos.
Un momento,
¿Harry?, ése era el nombre de ese bastardo violador. ¿Y decía que había hecho
el desayuno? ¿Qué estaba pasando?
Una vez su madre
se hubo retirado, la chica volvió a pellizcarse, esta vez, en varias zonas de
su cuerpo, pero no importaba cuantas veces lo hiciese, siempre notaba dolor y
nada de lo que veía, oía o, en general, sentía, le indicaba que se trataba de
un sueño.
Así pues,
decidida a verlo con sus propios ojos, se vistió y se dirigió a la cocina donde
le esperaban su madre y Harry, quien, para variar, iba bien vestido y servía el
desayuno con expresión afable y tranquila.
-¡Oh, Leenah!
–exclamó Harry con una voz que casi le hace reír por el contraste que había con
lo que sabía de él- ¿Cómo estás? Anoche, llegaste un poco cansada. Me tenías
preocupado.
¿Preocupado? ¿De
qué estaba hablando? ¿Desde cuando se preocupaba por ella? A no ser que
existiese la posibilidad de transmitirle una venérea, claro. Entonces sí que se
preocupaba.
Por supuesto, se
guardó dentro todas esas preguntas.
-Bien...
Se limitó a
decir mientras se sentaba sobre la mesa y miraba dubitativa las tostadas y los
huevos revueltos que tenía enfrente.
-¡Vamos, come,
que se enfría! –la apremió su madre.
La mañana
continuó igual de extraña. Resulta que Harry había encontrado trabajo y era su
primer día. Verle con traje y corbata era casi tan cómico como la amabilidad
con la que las trataba ahora.
Así pues, en
cuanto tuvo ocasión, llevó a su madre al salón y habló con ella sobre aquel
extraño cambio de actitud.
-¿No has notado
raro... a Harry...? –preguntó.
-¿Eh? ¡Ah! ¡¿Lo
dices por cómo se comporta?! Bueno, es cierto que últimamente hemos tenido
nuestras discusiones pero, ya sabes, cosas que pasan durante la convivencia. Al
final, ha sido él quien ha cedido y ambos nos hemos disculpado. Nada de qué
preocuparse... En cualquier caso, me tengo que ir, hija, que voy a llegar tarde
al trabajo. ¡Date prisa tú también!
Y dejándola con
la palabra en la boca, se marchó.
¿Se había
perdido algo o es que resulta que todos aquellos golpes y violaciones habían
sido un sueño? No entendía nada. Era como si todo lo malo que le había ocurrido
desde que llegó ese individuo fuese imaginación suya. Le parecía todo tan...
normal...
En cualquier
caso, ¿significaba aquello que el profesor Ethans no había hecho esa llamada y
que tampoco tenía planeado visitar su casa? Al fin y al cabo, ninguno de los
dos le había comentado nada al respecto. ¿Y si les había llamado pero habían
decidido no decírselo? ¿Y si aquel cambio tan radical se debía a que había
hablado con ellos? No, ese tipo no cambiaría por su bien. Sólo lo haría si era
por algo que le convenía. ¿Y si ése era el caso?
La cabeza le
daba vueltas. Tenía la sensación de estar volviéndose loca, y tuvo que respirar
hondo varias veces para calmarse.
“Por el momento,
iré al instituto. Quizás allí pueda saber algo más...”
Una vez allí, la
chica se dirigió a la misma aula de siempre. Ya por el camino hubo algo que le
resultó extraño. No se había topó con nadie que la acosase o humillase. Es
posible que simplemente estuviese teniendo suerte pero, aun así, no podía
quitarse de encima esa sensación de que las cosas habían cambiado, más teniendo
en cuenta lo ocurrido con su familia.
La mayor
sorpresa vino cuando, al entrar en clase, un par de chicas se acercaron a ella.
-Leenah, ¿va
todo bien? Dicen que ayer te vieron salir de la sala de profesores. ¿Pasó algo
con el profesor Ethans?
-¿Eh?
–poniéndose nerviosa por el repentino interés de sus compañeras, Leenah dio un
paso hacia atrás, poniendo una mano en su mochila de manera instintiva.
¿Se están
burlando de mí? Fue lo primero que le vino a la mente. Sin embargo, o eran muy
buenas actrices o de verdad estaban preocupadas. Le costaba creer que sus
expresiones no fuesen reales.
-Eh... estoy...
bien... –respondió, tímidamente.
-Ah, menos mal.
Pensaba que te habías metido en problemas.
-¡Me alegro de
que no fuese nada! –exclamó una de ellas, volviendo a su sitio poco después.
Las clases
transcurrieron igual de normales. Ninguna broma pesada, ni lanzamiento de bolas
de papel, ni nada por el estilo. Es más, cuando llegó la hora del almuerzo, un
grupo le propuso unirse a ellas, provocando que se le cayese al suelo el dinero
que creía que le iban a pedir.
-Toma –dijo una joven que pasaba cerca de su
mesa, mientras extendía su mano con algunas de las monedas, y que resultó ser
Emma, la joven de pelo corto que jugaba en el equipo de baloncesto y que tantos
problemas le había causado.
Leenah no las
recogió inmediatamente, situando los brazos cerca de su cuerpo por el miedo.
-¿Pasa algo?
–preguntó Emma al observar su reacción, con tono confuso, aunque sin mostrarse
molesta por ello.
-No...
–respondió Leenah, cogiendo las monedas. Entonces, la otra chica asintió y se
marchó sin decir nada más.
Sus compañeros
se interesaban por ella y no la discriminaban pese a sus dificultades para
comunicarse. No había problemas en su familia. Era como un deseo hecho
realidad.
Fue en ese
momento cuando recordó las palabras de aquel monstruo en sus sueños, “Yo
cumpliré tu deseo...”. ¿Había ocurrido realmente? ¿Significaba eso que, al
final, no había sido un sueño?
En cualquier
caso, aún le quedaba algo por comprobar. Por lo que, cuando terminó la última
clase, impartida por el profesor Ethans, se dirigió hacia él.
-¿Qué quieres,
Leenah?
-Esto...
verás... quería saber... sobre mi madre... la llamada...
-¡Ah! ¿¡Te
refieres a lo que hablamos ayer!? ¿No te lo ha contado tu madre? La llamé para
hablar sobre tu situación. Que te encontraba más decaída y triste, y pregunté
si podía deberse a algo que hubiese ocurrido en casa. Ella me contestó que últimamente
había discutido con su pareja y que eso debía de haberte afectado. Así que lo
estuvieron hablando y decidieron arreglarlo por tu bien. Dime, ¿ha ido todo
bien esta mañana? –la joven asintió- ¡Me alegro! ¡Ambos se preocupan mucho por
ti, así que tienes que hablar con ellos sobre lo que te pase! ¡Sólo de esa
forma podréis arreglarlo entre vosotros! Aunque también puedes contar conmigo,
¿de acuerdo?
Poniendo una
mano sobre la cabeza de la chica, con intención de tranquilizarla, Ethans
sonrió.
Aquella noche,
por primera vez en mucho tiempo, su madre la arropó. No es como que se sintiese
cómoda con ello pero quería confirmar lo que le había dicho el profesor.
-¿Es cierto
que... dejasteis de discutir por mí?
Su madre se
detuvo unos instantes mientras ponía el edredón sobre la chica.
-No quise
decírtelo para que no sintieses... ya sabes... que tenía que ver contigo.
-Yo... me alegra
que os preocupéis por mí... pensaba que nuestra relación iba mal pero... me
alegro que todo se haya arreglado...
Su madre le dio
un pequeño beso en la frente y se levantó del suelo en el que había apoyado las
rodillas.
-Buenas noches,
cariño.
-Buenas noches,
mamá.
Los días
posteriores continuaron de la misma forma. Por fin sentía que podía vivir una
vida normal. Conversar con amigos como otros adolescentes, ver la tele junto a
su familia, sin preocuparse porque la violasen, la humillasen, le hiciesen
sufrir. Ya no le importaba si era un sueño o si lo había sido su contacto con
aquel monstruo. No le importaba lo raro que pareciese ese cambio. Si el mundo
había cambiado, entonces sólo tenía que empezar de cero. Una vida nueva. Sí, la
vida era maravillosa. Maravillosa...
Fue entonces
cuando miró sus manos y las vio completamente rojas, manchadas de sangre.
-¿Eh?
Estaba en su
aula, pero lo que tenía delante distaba mucho de su imagen sobre ella.
Había órganos
humanos desparramados por el suelo, muchos todavía sujetos a los cuerpos
descuartizados y sin vida de sus compañeros, cuyas expresiones, desencajadas
por el dolor sufrido antes de sus muertes, se hundían en charcos de sangre que
se acumulaban incluso sobre mesas y sillas, desde donde descendían, formando
gotas, hasta colmar la sala.
Los ojos de la
joven se desplazaron, horrorizados por aquel escenario. Todo su cuerpo,
tembloroso e inmóvil. Su mente estaba tan colapsada que ni siquiera se había
parado a preguntarse por qué había ocurrido aquello y por qué ella era la única
que seguía viva.
Finalmente,
reparó en una motosierra situada justo a su lado. Ésta tenía restos de piel, músculo
y algún trozo de intestino pegados a sus dientes. No hacía falta ser
inteligente para adivinar que se trataba del arma del crimen, aunque, en el
estado en el que se encontraba, a saber si podría volver a ser usada.
-¿No estás
contenta? Tu deseo se ha cumplido –dijo una voz grave, dentro de su cabeza. En
un principio no la reconoció (suficiente con que no se había desmayado por el
shock) pero, al poco tiempo, la recordó de ese sueño con el monstruo.
-N... o...
–dijo, con un hilo de voz.
-¿No? Qué extraño.
Recuerdo que antes de encontrarte conmigo lo deseaste. Es más, quizás por
desearlo, diste conmigo. “Quiero que ocurra algo que haga desaparecer todo”,
¿no es eso lo que pensaste?
Ese recuerdo le
vino como un flashback, independientemente de que no quisiera rememorarlo. Sin
embargo, no se detuvo ahí. A éste le siguieron otros que no reconocía, como uno
en el que, con la motosierra que tenía al lado, en sus manos, descuartizaba a
su madre mientras ella gritaba, haciendo lo mismo, posteriormente, con Harry,
con quien empezó por el pene. Tras éste, apareció otro en el que veía a sus
compañeros de clase intentando salir del aula por alguna de las puertas o
ventanas, misteriosamente cerradas o imposibles de romper, pidiendo ayuda a
llantos mientras la joven los eliminaba uno a uno.
-Yo sólo te
ayudé. Hice lo que tú me pediste. Fuiste tú la que hizo realidad ese deseo.
Todo mientras soñabas con la felicidad que pudiste haber obtenido. Ahora todo
ha acabado. Ya puedes vivir en paz.
En ese momento,
entró el profesor Ethans en el aula, quien vomitó pocos segundos después de ver
lo ocurrido. Conforme se recuperó, dirigió la vista hacia Leenah, quien seguía
de pie con la mirada fija en los cadáveres.
-¿Lee... nah...?
–dijo él mientras la chica le devolvía la mirada con los ojos casi fuera de sus
órbitas, de la impresión, y la boca entreabierta.
Algo terminó
rompiéndose en su cerebro, comenzando a reírse al ver a Ethans allí. Al
principio fue una risita pero pronto se convirtió en histeria, casi
desencajándose la mandíbula. Sus manos arañaban su propio rostro con
movimientos sin sentido.
-Leenah...
–repitió el profesor, alargando su brazo como si quisiese detenerla.
Pero era
demasiado tarde. La joven, todavía descontrolada, se dirigió a una ventana, la
abrió y se lanzó con la cabeza por delante.
Mientras su cuerpo cubría los metros que la separaban del suelo, una
parte de su mente repetía una y otra vez “Yo sólo quería vivir una vida
normal”. Entonces, su cabeza chocó
contra el suelo con un sonoro “¡Croc!”, derramándose sangre a partir de su
cuerpo sin vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario