sábado, 12 de octubre de 2024

Villanos

Con la rabia reflejada en sus ojos, alargó su mano, de cuya palma surgió una fuente de luz que impactó sobre el pecho de su adversario, quien, como consecuencia, acabó de espaldas contra el suelo, levantando una nube de polvo y escombros que no la dejaron ver el resultado. Aunque supo inmediatamente que no había acabado.

 

En otras circunstancias, puede que no hubiesen tenido que luchar, pero el asesinato de su ser más querido había alimentado su deseo de venganza. Y es que, pese a haber una razón por la que había muerto, no era su razón. O, en todo caso, no se correspondía con sus sentimientos. Era confuso, pues una parte de sí misma lo entendía, pero otra era incapaz de ver lo correcto en aquella acción ¿Cómo iba a ser así, si en sus recuerdos no aparecía nada de lo que le habían contado? Sólo cariño, enseñanzas, calidez...

 

La encontró sin nada. Hambrienta, harapienta y con la mirada perdida. El fruto del abandono de unos padres no deseados.

Sentada sobre el suelo de aquel callejón, con olor a orín y heces, quizás esperaba la muerte, demasiado cansada para seguir caminando. Pero entonces apareció esa persona. Como un fantasma. Impasible. Llegó hasta ella, se agachó y le tendió su mano.

Al principio la observó, insegura, pero le quedaba poco que perder y, quién sabe, puede que acabase dándole el descanso eterno que tanto necesitaba.

No obstante, tan sólo fueron suficientes una sonrisa, un abrazo y una comida caliente para llorar de felicidad. Tan sólo un cuento y a alguien que la arropara por las noches para calmar sus miedos. Tan sólo esperanza para ver un mundo lleno de posibilidades.

 

Por desgracia, ese mundo era suyo y de nadie más. Por eso le quitaron lo más preciado que tenía, porque no entendían su mundo.

 

Mientras meditaba, el chico se impulsó hacia ella y, enarbolando su espada llameante, la atacó de nuevo, con más fuerza que antes. Aquello la cogió desprevenida, protegiéndose a tiempo de evitar un golpe letal. Pese a ello, no logró impedir que la barrera que la rodeaba quedase hecha añicos.

 

Durante unos instantes, se miraron, recordando las veces que se habían dicho lo equivocados que estaban, sin querer admitir que jamás llegarían a un acuerdo. Nadie estaría por encima de su ética para determinar quién tenía razón. Y es que nadie podía estarlo, porque no existía juez ni existiría. ¿O sí? ¿Quizás el que ganase de los dos? ¿Era así como funcionaba? ¿Y quién había creado ese sistema? ¿Acaso no eran los mismos que peleaban por obtener su propia justicia? Aquellos a los que su contrincante había decidido proteger eran los que, repitiendo las palabras del maestro titiritero que gobernaba sus vidas, se consideraban con derecho a tomar decisiones sobre las de los demás. Sin preguntarse el porqué.

 

El silencio duró poco tiempo, pues ambos reiniciaron la batalla haciendo chocar sus armas en un despliegue de colores que se entremezclaron como si fuesen uno sólo. Extrañamente tan cercanos y a la vez tan lejos. La oscuridad de la noche y la luz del día. Contrarios al nacer para mantener el orden en un caos que seguiría al acecho, en cada rincón de las mentes mortales, y que todos rechazarían una y otra vez, para darse cuenta de que, si lo hubiesen abrazado desde el principio, puede que hubiesen evitado su inminente extinción.

 

Finalmente, tras aquel forcejeo, penetraron el corazón el uno del otro, cayendo boca arriba sobre la superficie de la azotea donde había dado inicio el combate.

Había llegado su ansiado descanso eterno, vía de escape de un mundo bajo un control que esa persona deseaba destruir. Pero ellos sabían bien que no lo lograrían, porque es lo que los demás querían. Paradójicamente, aquello que amenazaba con hacerlos desaparecer era lo mismo que le proporcionaba seguridad y les ayudaba a ahuyentar el dolor.

 

Desde allí miró al cielo, de un azul oscuro, casi grisáceo, por las nubes que empezaban a taparlo. Y entonces los reconoció. Al maestro titiritero, que desde las sombras, le sonreía maliciosamente, extendiendo sus manos alrededor del planeta y dejando caer sus hilos sobre las cabezas de los seres humanos; y al prisionero, en su jaula, triste y solitario, pero esperando pacientemente su turno para causar el mayor daño y desesperación posibles.

Destrucción a costa de salvación. Salvación a costa de destrucción. Si tuviese que tomar esa decisión, ¿cuál sería la respuesta correcta? Quizás no la haya. Quizás nadie la sepa. Y mientras tanto, el infierno es lo único que nos queda. Eso pensó ella, mientras la luz de sus ojos se apagaba y recordaba la última vez que durmió plácidamente, al lado de esa persona, cogida de su mano y pensando, ilusionada, que el mundo estaba lleno de posibilidades.

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